viernes, 30 de diciembre de 2022

La verdad, artículo de lujo

El caso del flamante congresista George Santos, quien obtuvo un escaño en la Cámara Baja por el Estado de Nueva York para el Partido Republicano en las elecciones de medio curso político del pasado mes de noviembre, ejemplifica a las mil maravillas la situación actual del partido conservador americano. Me refiero al grado de corrupción moral y política en que se ha empantanado la derecha estadounidense desde su adopción descabellada del trumpismo político. Santos me trae a las mientes la frase falsamente atribuida a Groucho Marx de «estos son mis principios, y si no le gustan… ¡tengo otros!» Santos no tiene principios, claro está (no sería republicano si los tuviera), pero tiene toda una baraja de biografías. Santos tiene tantas o más vidas que los gatos. Santos es de los que dicen: «esta es mi biografía, y si no le gusta… tengo otras muy diferentes». El hombre ha manipulado y «embellecido» tanto su currículum que a lo mejor ya ni él mismo sabe quién es en realidad. Las mentiras, las ha dicho de todos los colores: que ha estudiado en el Baruch College de Nueva York y resulta que allí no lo vieron ni a la hora de comer; afirma haber trabajado para Goldman Sachs, y ha resultado ser falso; ha dicho que es judío y que sus familiares huyeron del holocausto nazi, y resulta que es más católico que el papa y que por sus venas no corre ni una gota de sangre hebrea; ha dicho que su madre murió en el atentado de las torres gemelas y resulta que la pobre señora murió quince años después de ese infausto acontecimiento. El Santos de ese currículo es un heterónimo que usa el mismo nombre que el ortónimo, pero el problema es que no se sabe quién es el ortónimo, porque Santos ya anda extraviado él mismo en su propia maraña de mentiras. Hace seis años, estos bulos le habrían impedido tomar posesión de su escaño y sus colegas de partido habrían pedido su renuncia inmediata, pero en la república bananera que ha hecho de los Estados Unidos Donald el Naranjito, Santos no dimite; ni por el forro, vamos. Yo lo ha dicho bien clarito. Y el meapilas de Kevin McCarthy necesita su voto para que lo nombren a él Presidente de la Cámara Baja dentro de unos pocos días. Así que están callados como putas, con perdón de estas. ¿Y quién le va a tirar la primera piedra a Santos, después de todo? Ahí tienen a Donald, el anterior presidente, que miente más que habla. Y si el mismísimo presidente de los Estados Unidos no ha pagado nunca las facturas de sus trolas, ¿por qué las va a pagar Santos ahora? La verdad no es que haya muerto del todo: sobrevive, en los días que corren, en los Estados Unidos, como un producto de lujo, sofisticado y sumamente escaso. Es tan rara que se ha vuelto un objeto casi para coleccionistas, uno de esos objetos que se exponen en vitrinas para admiración de los visitantes, como reliquias de otros tiempos ya para siempre idos.


sábado, 24 de diciembre de 2022

Antonio Romero Márquez (1936-2022)

Esta mañana recibí la noticia de la muerte del poeta malagueño Antonio Romero Márquez. Hubo unos años, muchos años, de hecho, en que yo lo visitaba a diario en su antigua casa de la calle España de Málaga, y por entonces era raro que pasara un día sin que él me llamara al menos una o dos veces por teléfono, y hablo de una época en que los únicos teléfonos que existían eran los fijos; los móviles todavía no habían invadido nuestras vidas. Después yo me fui a vivir a los Estados Unidos y la comunicación entre ambos se redujo a alguna carta de vez en cuando o a unos mensajes electrónicos que cada vez se fueron espaciando más y más. Cuando viajaba a España de vacaciones iba a verlo siempre, ya en su casa del Rincón de la Victoria, donde se había ido a vivir después de retirarse. Lo vi por última vez a principios del pasado mes de agosto. Lo habían ingresado en el hospital y su esposa me llamó para decirme que estaba muy mal. Mi avión salía de Málaga ese mismo día y la llamada me pilló preparando las maletas, con apenas unas pocas horas por delante, pero decidí que no podía marcharme de Málaga sin despedirme de él. Aun a riesgo de perder el vuelo, tomé un taxi y fui hasta el hospital. Tal vez cuente otro día ese último encuentro. Hoy, a manera de sencillo homenaje, reproduzco a continuación las páginas que le dediqué hace unos años en un libro titulado El andamio. En él reuní, en 2018, algunos de los artículos literarios que publiqué a lo largo de los años noventa; los años, precisamente, de los que hablaba al principio. Uno de los textos recogidos se titula «Jardín secreto» y lo escribí a propósito de la aparición de un libro suyo. No reproduzco aquí dicho artículo, sino un extracto del epílogo (anacrónico) que cierra el volumen, a manera de justificación, y en el que reflexiono sobre aquel tiempo y hablo de algunas de mis amistades literarias, entre ellas la de Antonio:

[…] Antonio Romero Márquez, por el contrario, estaba en las antípodas de José Carlos [Cómitre], tanto en su persona como en su poesía. Para empezar, pertenecía a otra generación. A mí me llevaba unos 23 o 24 años. Muchas veces me pregunto cómo fue que llegué a ser su amigo, pues nuestra visión de la vida y de la poesía diferían como el día y la noche. Antonio era un poeta intelectual, formalista, avezado en el buceo retórico y diestro en resolver —aunque, a mi juicio, no siempre con acierto— arduos problemas de rimas. Sus modelos eran Mallarmé y Valéry, y el combustible primogénito español de ambos, don Jorge Guillén, por quien Romero Márquez profesaba una devoción de feligrés recalcitrante. A mí, su sólida formación académica me parecía absolutamente formidable, y, a su manera, era un filósofo, aunque carecía de filosofía propia. Un simple artículo periodístico como este de «Jardín secreto», en el que intenté captar la esencia de su arte, jamás podría hacer justicia ni al personaje ni a su obra. La figura de Antonio Romero Márquez exige un libro entero. Nacido en el aciago año español de 1936, Antonio era el único poeta de su generación que, en Málaga, circulaba (y aún circula) en una órbita por completo anómala en relación con las reputaciones poéticas establecidas allí, las eminencias malagueñas intocables, presentes y pasadas: Alfonso Canales (n. 1923), Manuel Alcántara (n. 1928), María Victoria Atencia (n. 1931) o Rafael Pérez Estrada (n. 1934), y otros más jóvenes que empezaban a trazar las suyas propias. Formaban algo así como el patriciado intelectual de la ciudad, el círculo oficial de consagrados, envueltos en un aura de distinción de muchísima solera, y de trato, si no del todo inalcanzable, difícil y remoto. Antonio, pese a la amistad personal que mantuvo con Jorge Guillén hasta la muerte de éste, nunca había sido admitido en ese círculo y nunca lo sería. Siempre sospeché que él mismo era, en parte, culpable del ostracismo que sufría. Ignoro cómo habrían capeado cada uno de ellos los cuarenta años de franquismo, quiero decir con qué nivel de adhesión o de rechazo. No me importa mucho ni voy a perder el tiempo en averiguarlo. (Si condenáramos a todos por haber vivido aquel período sin haberse exiliado o ido a la cárcel, ¿a quién podríamos salvar? Habría que condenar a casi toda España). Igual que el propio Antonio Romero, sospecho que quien más quien menos, todos eran hijos, hasta la médula, del franquismo que les tocó vivir por obvias razones cronológicas, pero habían sabido reciclarse sin ninguna dificultad durante la Transición, y mantuvieron reputación y privilegios, y aún si cabe los ampliaron, cuando los nuevos gobiernos empezaron a poner dinero a manos llenas para dirigir y encauzar la política cultural del país. Nunca entendí por qué Antonio Romero había sido incapaz de subirse a ese tren, qué es lo que había fallado en su caso. Personaje realmente dickensiano, salido de algún pliegue del tiempo y desorientado en la España del socialismo y la Movida, catedrático de instituto al que los estudiantes no le hacían ni puñetero caso, Antonio tenía además una familia un tanto disfuncional donde tampoco lo tomaban muy en serio, y cuando yo lo conocí, creo que el único lugar donde se sentía realmente respetado y a sus anchas era en las reuniones literarias de la cafetería El Pimpi, donde un grupo heterogéneo de escritores sin libro nos reuníamos con él una vez a la semana. Su apetito por ser leído y escuchado era desmedido, quizás incluso obsesivo, síntoma evidente de alguien que no había encontrado su lugar, o lo que él creía que debía ser su lugar, en la sociedad literaria de Málaga, y a ese apetito —a esa obsesión— lo sacrificaba todo, incluso a sus amigos. Con una fidelidad inexplicable, casi perruna, yo lo frecuenté, a veces a diario, durante los años que viví en Málaga, y asistí impertérrito a sus maratonianas lecturas de sonetos, donde nos pasábamos horas discutiendo una rima o una metáfora. No sé si a ello me llevaba la simpatía ante un poeta tan obsesionado por la perfección, o una curiosidad solidaria, por decirlo de algún modo, por un ser humano excepcional hasta en sus peores defectos. (Ahora pienso que en su exorbitancia, y a pesar de todas nuestras diferencias, yo hallaba un espejo de mi propia falta de órbita, de mi andadura des/orbitada por el mundo.) Las contradicciones vitales y la fuerte tensión emocional que dominaban a Antonio Romero Márquez son a veces una carga muy onerosa en su poesía y eso es lo que quise reflejar en «Jardín secreto»: reconcentrado en sus crucigramas intelectuales, en la camisa de fuerza de una retórica que aspiraba al cielo pero que a veces se arrastraba por el lodo (Raíz y vuelo, se titula de manera significativa uno de sus libros de aquellos años) todas esas contradicciones y emociones confluían en su pluma en un desasosiego explosivo, y a uno como lector le llegaba esa onda expansiva, abrumadora, desconcertante.
 Descansa en paz, Antonio.

martes, 8 de noviembre de 2022

Esperando la bomba (2)

Me equivoqué con Bolsonaro, y me alegro. Cierto es que ni concedió la victoria a su oponente ni lo felicitó, embarcándose en un extraño mutismo de dos días que parecía estratégico, y que dio pie a sus simpatizantes para poner barricadas en las carreteras y levantar hogueras de neumáticos. Por fortuna, otros miembros del partido aprovecharon el silencio para reconocer la victoria de Lula y llamar a la calma y la cordura. Finalmente, el mandatario apareció ante las cámaras y los micrófonos hace una semana para declarar que la transferencia de poderes se haría de modo correcto y sin obstáculos. Me alegro de haber errado y sólo espero que Lula no defraude a los brasileños, y no me refiero sólo a los que le han votado sino a todos los brasileños.

Ojalá me equivoque también con Putin y sus insensatas amenazas nucleares. Pero de tamaño criminal como él es mejor no esperar nada. Ahora está empeñado en ganar la guerra a la manera de Hitler en 1940, cuando las bombas alemanas caían sobre Londres como agua de lluvia. Es decir, ganarla a base de atacar directamente a la población civil que está en la retaguardia mientras sus soldados mueren en las trincheras del Dombás. Destruir el país entero y aniquilar a su población. Y pensar que hay gente que justifica estas acciones y culpan a otros de esta locura. Que hay quienes abogan por apaciguar a la Bestia y que Ucrania se entregue, inerme, a sus apetencias. También a Hitler quisieron apaciguarlo en su momento. ¿Qué consiguieron? Nada. La deshonra de esos apaciguadores oficiales, y la cobarde entrega de los territorios que exigía Hitler en Checoslovaquia, no sirvieron para abortar la guerra, con las horribles consecuencias que ya todos conocemos. (También abandonaron a su suerte, y por los mismos motivos, a la República española, mientras Hitler y Mussolini surtían a Franco de cazabombarderos, soldados y submarinos.) Si alguien piensa que Putin es apaciguable es que no conocen a esta clase de individuos. Ahora Putin está intentando ganar su guerra también a través de sus injerencias en las elecciones de Estados Unidos, las midterms o elecciones de medio curso político, que están teniendo lugar precisamente hoy, en estos mismos momentos. En éstas no se decide quién es el presidente sino la composición de las dos cámaras del Congreso, además de un sinnúmero de cargos políticos a nivel estatal y local. Putin sabe que, si las ganan los representantes del Partido Republicano, la ayuda que la administración Biden está proporcionando a Ucrania tiene los días contados. Los republicanos ya han dicho por activa y por pasiva que no piensan gastar un dólar más en Ucrania. Además, Donald el Naranjito es un gran admirador de Putin. Es verdad que no todos en el Partido Republicano piensan igual respecto a Rusia, pero no creo que puedan contrarrestar la fuerza del ala más extremista del partido. Y todas las encuestas apuntan a que los conservadores lograrán un triunfo arrollador en estas elecciones. Se habla abiertamente de una red wave. Que dios nos pille confesados, como decía mi madre.


Lo que me lleva a ese portento de niño que se llama Elon Musk, el cual se ha pasado los últimos meses intentando no comprar Twitter, aunque al final ha cedido y ha apoquinado, un billete detrás de otro, los 44.000 millones de dólares de la opa que lanzó en abril para adquirir la compañía, supuestamente para salvar la democracia, la libertad de expresión y hasta la misma civilización humana. ¿Para salvar la democracia? Pues bien, ya se ha cargado a la mitad del personal de la compañía, para ahorrar gastos, y ayer mandó un tuit recomendando a todos sus seguidores, que son legión (el papanatismo no tiene barreras), para que votaran al Partido Republicano. Bonita forma de salvar la democracia, votando a los que intentaron el golpe de estado del 6 de enero de 2021. Su razonamiento es que, como ahora mismo hay un presidente del Partido Demócrata, no es mala idea darle las dos cámaras a la oposición, a manera de contrapeso. Eso sería así, si estuviésemos hablando de una democracia normal, y no del desastre actual, con un montón de políticos descerebrados cuya única intención es precisamente terminar el trabajo de derribo y desmantelamiento de las instituciones iniciado por su jefe de filas. Me gustaría equivocarme en esto también, pero preveo, con mi típico pesimismo de gallego, que, tan pronto se hagan con el control de las dos cámaras, iniciarán un proceso de inhabilitación (impeachment) del actual presidente, para servirle en bandeja su cabeza al Naranjito Don. No les preocupa el país; tampoco aspiran a ir al congreso para solucionar los problemas de la gente, sino para hacerse con el poder político, y recaudar mucho dinero para seguir controlando ese poder. Y ahí es donde entra Musk. ¿Tenía tanto dinero para comprar la compañía y de pronto no lo tiene para pagar a sus nuevos empleados? Lo que demuestra que esto va de dinero y no de salvar la democracia ni la civilización. Como todos los que tienen mucho dinero en este país, Musk quiere una administración política que dé más dinero a los ricos como él, no a las familias que se pasan la vida luchando para llegar a fin de mes. A mí me desconciertan (o más bien me aterran) estos salva-patrias que nos dicen que el futuro de la humanidad está en Marte (me imagino que metidos en una escafandra para que las radiaciones no nos achicharren) y no en nuestro planeta Tierra, el único que tenemos y en el que Musk no invierte un solo dólar. O que el futuro de la democracia depende de Twitter, una empresa que él ha comprado, reitero, no para salvar nada noble (por desgracia, la democracia estadounidense está dando sus últimas boqueadas) sino para transformarla en una máquina de hacer dinero.

sábado, 29 de octubre de 2022

Esperando la bomba (1)

Mañana es la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil. Les anticipo lo que va a pasar a mis inexistentes lectores: si Bolsonaro gana, las elecciones habrán sido justas y perfectamente legítimas. Si, por el contrario, pierde, las declarará un fraude masivo e inaceptable, y lanzará a todos sus partidarios a que se partan la cara en las calles por él. Ignoro lo que Lula hará por su lado. Lo conozco menos. Bolsonaro, en cambio, es transparente para mí. Bolsonaro gana siempre. Él sigue la “doctrina Trump”: negar la derrota como y cuando quiera que ésta de produzca, armar mucho ruido y mucho escándalo, mandar a sus matones a patrullar las calles y a dar hostias, y desaparecer por la puerta de atrás para que no le alcance a él ninguna hostia perdida. Claro que si gana Lula y Bolsonaro aceptase el resultado, eso no significa en absoluto que la racionalidad vuelva a Brasil. Eso ya se verá.   

Al otro lado del mundo está la llamada guerra de Ucrania. Putin no ha ganado aún la guerra, pero está todavía muy lejos de perderla. Lo que iba a ser un paseíllo militar hasta Kiev y la consiguiente huida del gobierno de Zelensky con unas cuantas maletas cargadas con millones de dólares hacia algún país amigo, se ha transformado en una enorme trituradora de carne rusa y ucraniana. A estas alturas, Putin ya sabe que no va a ganar una guerra que se le ha atragantado. Pero tampoco puede perderla, cueste lo que le cueste, aun si ello supone la ruina de su propio país. Así que está dispuesto a quedarse tuerto él y tuerta Rusia, con tal de dejar ciega a Ucrania, o quizás sea al revés, que se quede ciego él y ciega Rusia con tal de que Zelensky quede tuerto. ¿Qué más da? Por eso les digo, queridos e inexistentes lectores, con pesimismo de gallego, que la bomba nuclear está cantada y está servida. Me imagino que la bomba, la primera de ellas, la lanzará directamente sobre Kiev. Este tarado de Putin es el mejor ejemplo de cómo el poder absoluto acaba por enloquecer absolutamente a quien lo detenta. (La foto es de antología: Putin declarando y firmando las leyes de unos territorios de los que sus soldados están huyendo. Un hombre pequeñito con delirios de grandeza.) Por lo menos, los rusos de a pie ya saben de qué va esta guerra absurda, ahora que la tienen que luchar ellos mismos, arrancados de los brazos de sus madres, sus esposas y sus hijos y enviados a esos frentes donde la sangre se mezcla con el lodo. Si no fuera porque su fuerza destructiva es tan enorme, uno pensaría en el ejército de Gila: ¿Oiga, es ahí el frente? Considerando, además, la corrupción que debe de reinar en el ejército y la burocracia rusa, yo apostaría a que muchos funcionarios y militares habrán dictado órdenes de reclutamiento contra sus acreedores, contra los amantes de sus esposas, contra los maridos de sus amantes, y contra cualquiera al que le tengan ojeriza, sin importar si cumple o no con los requisitos de la leva. Mientras, los más ricos, o simplemente los más listos, han tomado las de Villadiego. Si no fuera trágico, sería para reírse. Como una novela de Kafka escrita por Cantinflas. Pero no, no se puede uno reír cuando la amenaza de la bomba nuclear está colgando sobre nuestras cabezas. Es como el corolario a nuestra destructiva condición humana.

Todo esto debería ser una lección para los que aquí están tan convencidos (y son muchos millones y millones de personas) de que Trump —un Trump dotado de poderes absolutos— es la respuesta a todos los problemas que nos asuelan en esta parte del mundo. Porque aquí la bomba —en este caso una bomba política y metafórica, pero también enormemente destructiva— ha caído ya hace unos años y aún estamos tratando de recuperarnos de ella. Tratando, que no consiguiendo. Porque el mal ya está hecho. Es como cuando te detectan un cáncer maligno, que además ya ha metastatizado. Es una sentencia de muerte, aunque aún nos queden unos meses, o incluso unos años, por delante. La democracia americana está sentenciada y ha sido desahuciada. Sólo quedan los cuidados paliativos. La democracia americana está muerta o casi muerta, pero, como diría Petrus Borel, “menos mal que para consolarnos aún nos queda el adulterio, o el papel español para cigarritos”. Hay que seguir tocando el violín, aunque el agua ya nos llega al cuello.

lunes, 20 de junio de 2022

El papa de Mar-a-Lago

Hubo un tiempo en que había tantos canallas en la Casa Blanca, que cada vez que el expresidente Trump quería meter a otro nuevo, no le cabía. Llevamos dos años con un presidente normal, por fin. Las cosas no le van bien, pero por lo menos es una persona educada, come con cubiertos, usa servilleta, y evita insultar a la gente o gritarles a sus colaboradores. Sólo por eso ya me parece bien pagar cinco dólares por el galón de gasolina. En este recuperado ambiente de normalidad, las audiencias públicas del comité que investiga la anormalidad del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 han empezado hace dos semanas y continúan este lunes según el calendario previsto. Me asombra el coraje de Liz Cheney. Sí, sé que su padre fue uno de esos canallas que periódicamente los republicanos llevan a la Casa Blanca cada vez que ganan las elecciones. (La fórmula es bastante sencilla: cuanto más canalla se es, más probabilidades tiene uno de terminar en el Partido Republicano y de que lo nombren para ocupar un cargo en la Casa Blanca; él fue nada menos que Vicepresidente con Bush, así que imagínense el grado de canallería que tenía --o tiene, porque aún está vivo-- este fulano.) Pero ella no es ciertamente su padre, y ha demostrado tener más cojones que todos los senadores republicanos juntos, que ya es decir un montón de huevos. A no ser que la salven votantes demócratas que estén dispuestos a prestarle su voto en estas circunstancias, sus posibilidades de ser reelegida en las midterms disminuyen en proporción inversamente proporcional al tiempo que dedica a desmontar las mentiras del bellaco de Trump, y a poner de relieve sus manejos y maniobras durante los dos meses que se pasó orquestando el primer golpe de estado de la historia de los Estados Unidos de América. (El sistema electoral de los Estados Unidos es uno de los más complicados del mundo; yo he tardado casi quince años en entenderlo. Para mi asombro, no todos los estados de la unión permiten a una persona afiliada a un partido dar su voto a un candidato del otro. Wyoming es uno de los que permiten esos votos cruzados, por fortuna para la señora Cheney, aunque ya se verá.) Las revelaciones del comité confirman lo que ya parecía clarísimo en noviembre y diciembre de 2020 (y así lo escribí en su momento): que Trump no estaba dispuesto a perder unas elecciones que, según él, había ganado por goleada, faltaría más, y que para ello estaba dispuesto a llevarse por delante la constitución y la democracia americanas y a embestir contra cualquier obstáculo que le impidiera proclamarse vencedor, así fuera el mismísimo Capitolio. El intento le falló, pero sólo por los pelos. Habría bastado que algún grupo de izquierda se hubiese manifestado frente a sus partidarios y empezado a darse de hostias con ellos para que el entonces presidente hubiese tenido la excusa que estaba esperando y decretado el estado de excepción y declarado nulo o aplazado sine die el recuento de los votos electorales que certificaban la victoria de su oponente. En lugar de ello, los activistas de izquierdas tuvieron el acierto de no aparecer aquel día para dar el espectáculo, y los partidarios del presidente se quedaron solos haciendo de las suyas, que era, claro, pasar como una manada de búfalos aplastando las puertas, las ventanas y los alabastros del edificio. Por eso calló como una puta: había que dejarles hacer el trabajo. Como dijo aquella lumbrera carpetovetónica de la España política, casposa y criminal de los noventa: unos agitan el árbol y otros recogen las nueces. Por fortuna, aunque sus partidarios agitaron de lo lindo las ramas del Capitolio, el árbol aguantó por una vez y las nueces no cayeron. Por una vez. En fin, todo el mundo lo ha visto ya y se sabe la historia. Estas intervenciones públicas frente al comité servirían para algo si los Estados Unidos de América fuera un país normal, pero aquí la normalidad se acabó para siempre hace algunos años, cuando dejaron entrar a un canalla como Trump en el pacto de caballeros que, en cierto modo, es la democracia americana. O, mejor dicho, era. Ahora los Estados Unidos de América es una república bananera. Lleva así seis años y de ahí ya no la va a sacar ni la madre que la parió. ¿De qué sirve tratar de convencer al público, o por lo menos a los partidarios del expresidente, de que Trump les mintió? Ellos ya lo saben, y nunca se les ha caído la cara de vergüenza por estar sosteniendo la Gran Mentira. Todo lo contrario; les va la mar de bien con ella, muchas gracias. Van a seguir así, sin importar las consecuencias. El republicanismo político se ha transformado en una secta donde los hechos no cuentan, donde la realidad se distorsiona para adaptarla a sus necesidades y expectativas. Se acabó la verdad. Es la hora del dogma político. Quienes piensen que Trump trajo el trumpismo están equivocados. El trumpismo es uno de los modos naturales de América. El trumpismo es tan antiguo como la nación misma. El trumpismo vino aquí escondido en las bodegas del Mayflower, infestadas de ratas, y se consolidó con la conquista del Oeste. Lo que pasa es que hasta hace unos años no tenía nombre: a nadie se le había ocurrido un nombre para ese vergonoso fenómeno, tan americano o más que la tradicional tarta de manzana. De hecho, por añadir una nota personal, mi primer encuentro con el trumpismo data de cuando yo tenía 15 años y ni puñetera idea de lo que era América (pero ¿hay alguien ahí que tenga una puñetera idea de lo que es América?). Mi primer encuentro con el trumpismo me ocurrió en las páginas de una biografía de Edgar A. Poe, cuando se me hizo saber que una de las hipótesis que se barajaban para explicar su muerte en Baltimore en 1849 es que había sido captado por unos agentes electorales que le habían invitado a beber y, ya borracho, llevado a votar en diferentes urnas por el mismo candidato. Y me da igual si eran republicanos o demócratas o de medio pelo. El trumpismo no lo ha inventado Trump, porque Trump es incapaz de inventar o de crear nada nuevo. Ha sido un tarugo toda su vida, aunque fuera un tarugo con dinero. Todo lo contrario, es el trumpismo el que ha creado a Trump. Al principio yo pensaba que Trump era un cáncer que acabaría con América si se le dejaba campar a sus anchas por las alfombras de la Casa Blanca. Pero qué va; nada de eso: el cáncer es el trumpismo y es vastísimo; la metástasis cubre una grande parte del cuerpo social de América. Trump es sólo su síntoma más llamativo. Vendrá el diablo y se llevará con él a Trump, y el trumpismo seguirá tan saludable como siempre, gracias. Y él no es el único síntoma. Hay otros muchos. Por ejemplo, ahí tienen a ese enano mental, Ron de Santis, el nuevo virrey de La Florida, o los congresistas McCarthy y Matt Gaetz, o las señoras Boebert y Green. Erradicar a Trump de la vida política americana no acaba con el trumpismo. Sería como tratar sólo un síntoma en vez de enfrentarse a la enfermedad. Pero ya es demasiado tarde. No tiene remedio. A los republicanos les da igual. Al principio se llevaron las manos a la cabeza pensando que sus votantes no les iban a perdonar el primer asalto al Capitolio de la historia de los Estados Unidos, pero pronto comprendieron que los 74 millones de americanos que votaron por Trump ya lo han absuelto previamente de cualquier mentira, engañifa o canallada. Esos 74 millones de personas están dispuestas a votarle con los ojos cerrados y a seguirle como los niños y las ratas al flautista de Hamelin. Esa inmensa masa de seguidores es una vaca fabulosa: Trump la ha ordeñado a su antojo con el cuento del robo de las elecciones y ha recaudado cientos de millones exprimiendo sus ubres generosas. Tratar de convencer al público de que les han mentido y engañado y de que el 6 de enero fue un intento de golpe grande como un templo, es tanto como hablarle a alguien que no quiere oír, o mostrarle algo a alguien que no quiere ver. Porque eso ya lo saben: han decidido asumir la mentira y mirar para otro lado. Es así como una ola de corrupción asuela al país de una costa a otra desde hace más de cinco años, y ya no se recuperará. Fue así como Hugo Chávez acabó con Venezuela. Chávez no llevó la semilla de la destrucción. La semilla ya estaba plantada en la sociedad venezolana. Algo parecido ha sucedido aquí, y esto ya no tiene arreglo, El heroísmo de Liz Cheney, por desgracia, es una rueda que gira en el gran vacío de la corrupción política republicana. No es que la democracia en América esté en peligro. Ya ha sido destruida.

viernes, 7 de enero de 2022

Borrosa patria: Límites

Tú, que lees estas páginas (pero, ¿es que hay alguien ahí que lea estas páginas?), ¿nunca te has preguntado cuándo fue la primera vez que te diste cuenta de que tenías una patria, de que pertenecías a un país? ¿Cuándo fue ese preciso momento en que tu nacionalidad se reveló para ti como algo distintivo y único? Yo nunca supe de niño muy bien lo que era España, hasta el punto de que un día unos niños mayores vecinos me preguntaron qué adónde íbamos a ir de vacaciones, y yo me quedé pensando, un poco sorprendido por la pregunta, y de pronto les respondí: “¡A España!” Que nos íbamos a ir a España. Aquellos niños sonrieron ante mi respuesta y trataron de explicarme que ya estábamos en España, pero yo no entendí para nada sus explicaciones. La verdad es que no sé de qué recóndito lugar de mi cerebro surgió aquella respuesta ni dónde acaso había oído antes esa palabra —España— que me salió como moneda nueva de un bolsillo mágico. Tampoco tenía ninguna conciencia de estar en Galicia y aunque mi madre hablaba en gallego casi siempre y mi padre sólo lo hacía en castellano, para mí ambas cosas, ambas modalidades de lenguaje me sonaban tan naturales, como natural me parecía el color del pelo de mi madre o los cigarrillos Jean que fumaba mi padre entonces y que extraía de unas cajetillas de color rojo con cuadritos negros. (Mi padre dejaría más tarde de fumar Jean, que eran cigarrillos rubios, y, tal vez por razones de economía familiar, se pasaría para siempre a los celtas cortos, unos cigarrillos sin filtro, hechos con una hebra de tabaco peleona, que difundían un aroma acre y desagradable, aunque me gustaba el celta que tenían pintado esas cajetillas, con la espada en alto en la mano derecha, un escudo triangular en la izquierda y el consabido casco con cuernos de los vikingos, aunque luego los sustituirían por un casco con unas alas, tal vez porque no había que confundir a los vikingos con los celtas, o por lo menos con los celtas gallegos. (Mi padre nunca dejaría de fumar estos cigarrillos hasta los sesenta y cuatro años, enfrentado a la disyuntiva de seguir viviendo o de permitir que el enfisema pulmonar se lo llevara por delante. La decisión le permitió vivir otros casi 33 años.)) De niños tenemos una idea borrosa de la patria, del lugar donde estamos en el mundo. Ni siquiera sabemos muy bien qué es el mundo, si tiene límites o, en mi caso, si se extendía más allá, por ejemplo, de las montañas que yo veía desde la galería de mi casa. Aunque probablemente sí, intuía, ya que por las laderas de esas montañas se deslizaban por las noches los faros de unos coches que debían de venir del otro lado, y que con sus faros iban barriendo todo el panorama hasta que su barrido se filtraba por las persianas de madera verde de la galería. Pero yo todo esto sólo lo intuía, no tenía una conciencia clara de los límites del mundo, ni si quiera de que el mundo los tuviera en algún lado. Éste se limitaba a la extensión a la que alcanzaban mis ojos infantiles, pero incluso esa limitación aparente me parecía ilimitada por desconocida. Así que, cuando respondí a aquellos niños (uno de ellos, recuerdo, era Toñín, cuyos padres habían emigrado a Venezuela, sobrino de la señora Emma, nuestra vecina inmediata; mujer que se había quedado soltera por la gracia de Dios pero a la que el diablo le había dado este y otros sobrinos), les dije España porque en algún lado habría oído esa palabra, y me pareció la más apropiada para expresar la idea de que íbamos a viajar más allá de los límites de lo conocido, es decir, más allá de los confines que delimitaban mi campo inmediato de visión. Mi patria se reducía entonces a Xinzo de Limia, y dentro de Xinzo a la casa de mis abuelos, la Casa Vieja, con su cuadra y su forxa, donde teníamos la lareira para curar los chorizos, y el pozo del patio, y la huerta que se extendía al otro lado de la higuera y del muro de verdinosas piedras que limitaban esta área y que daban a la huerta donde estaba el corral de las gallinas, el castaño, el frondoso nogal, el área de los tendederos de ropa y, más allá y hasta la línea de la ladeira, el sembradío con la red de acequias donde mi familia sembraba las patatas, las berzas, las lechugas, las cebollas y la remolacha, entre otras cosas, todos los años. La idea de la patria es vaga en un niño, pero para los niños de la Galicia de entonces era doblemente vaga, porque mis tíos y mis tías se habían ido todos a la emigración: uno a la Argentina, dos a Francia, dos a Venezuela, uno a Suiza y otro a la Costa del Sol, y con todas esas coordenadas era difícil tener una idea clara de lo que es en realidad una patria. Qué poco sabía entonces que yo iba a ser también un emigrante. Que me pasaría, de hecho, casi toda mi vida en la emigración. Que no volvería a Galicia, ni siquiera para morir en ella algún día.

jueves, 6 de enero de 2022

Aniversario

Inicié este blog hace casi un año y lo hice con un comentario sobre la política de este país, los Estados Unidos de América; este país que ya no es lo que era; lo que alguna vez fue. Hoy lo vuelvo a abrir después de un largo período de inactividad con otro comentario político. Es inevitable. Hoy es 6 de enero de 2022 y todos aquí recordamos esta aciaga fecha que ya se ha quedado inscrita con letras mayúsculas en los anales de este país —y en la historia universal de la infamia— como el primer golpe de estado intentado contra un gobierno legítima y democráticamente elegido. Los que lo intentaron, fallaron el golpe, pero siguen más envalentonados que nunca: hasta ahora no han tenido que pagar las consecuencias de sus actos, gracias a las maniobras, a la corrupción y a la venalidad de la gran mayoría de los congresistas republicanos. Se han ido de rositas: Trump y todos sus cómplices. Pero lo más importante es que se han percatado de la inopinada fragilidad de la democracia americana y ya estarán sin duda puliendo los detalles de su siguiente plan para darle el golpe definitivo y romperla para siempre. Ahí está ese paniaguado de Mitch McConnel, que entonces era  el jefe de la mayoría del Senado y que tuvo la oportunidad de impugnar al expresidente, pero optó por no hacerlo, siguiendo no sé qué complicados cálculos electorales que sólo él debe de entender, porque Trump lo está insultando de lo lindo, como hace con todos los que no se muestran demasiado diligentes en rendirle pleitesía. Ahí andan también esos prominentes canallas, los senadores McCarthy, Cruz y Graham, inasequibles a la vergüenza y a aun a la mera decencia, que denunciaron al golpista aquella noche de infamia, pero que a los pocos días ya estaban templando gaitas e iniciando sus aparatosas maniobras para desdecirse de lo dicho y empezar a alinearse de nuevo con él. ¡Qué espectáculo lamentable ver a tantos lameculos, a tantos comemierdas republicanos, envileciéndose, regodeándose de su propia ignominia! La democracia americana era un pacto entre caballeros que aceptaron por su honor respetar el resultado de las elecciones. Y había funcionado bien hasta hace poco. Justo hasta el momento en que un canalla entró en el pacto. Cuando dejas entrar a un canalla en un pacto entre caballeros, es el canalla el que gana, por supuesto. El canalla nunca rinde cuentas al honor o a la ética. Tampoco a la verdad. Mi impresión es que el cáncer es terminal y que América está ya mortalmente tocada.