viernes, 7 de enero de 2022

Borrosa patria: Límites

Tú, que lees estas páginas (pero, ¿es que hay alguien ahí que lea estas páginas?), ¿nunca te has preguntado cuándo fue la primera vez que te diste cuenta de que tenías una patria, de que pertenecías a un país? ¿Cuándo fue ese preciso momento en que tu nacionalidad se reveló para ti como algo distintivo y único? Yo nunca supe de niño muy bien lo que era España, hasta el punto de que un día unos niños mayores vecinos me preguntaron qué adónde íbamos a ir de vacaciones, y yo me quedé pensando, un poco sorprendido por la pregunta, y de pronto les respondí: “¡A España!” Que nos íbamos a ir a España. Aquellos niños sonrieron ante mi respuesta y trataron de explicarme que ya estábamos en España, pero yo no entendí para nada sus explicaciones. La verdad es que no sé de qué recóndito lugar de mi cerebro surgió aquella respuesta ni dónde acaso había oído antes esa palabra —España— que me salió como moneda nueva de un bolsillo mágico. Tampoco tenía ninguna conciencia de estar en Galicia y aunque mi madre hablaba en gallego casi siempre y mi padre sólo lo hacía en castellano, para mí ambas cosas, ambas modalidades de lenguaje me sonaban tan naturales, como natural me parecía el color del pelo de mi madre o los cigarrillos Jean que fumaba mi padre entonces y que extraía de unas cajetillas de color rojo con cuadritos negros. (Mi padre dejaría más tarde de fumar Jean, que eran cigarrillos rubios, y, tal vez por razones de economía familiar, se pasaría para siempre a los celtas cortos, unos cigarrillos sin filtro, hechos con una hebra de tabaco peleona, que difundían un aroma acre y desagradable, aunque me gustaba el celta que tenían pintado esas cajetillas, con la espada en alto en la mano derecha, un escudo triangular en la izquierda y el consabido casco con cuernos de los vikingos, aunque luego los sustituirían por un casco con unas alas, tal vez porque no había que confundir a los vikingos con los celtas, o por lo menos con los celtas gallegos. (Mi padre nunca dejaría de fumar estos cigarrillos hasta los sesenta y cuatro años, enfrentado a la disyuntiva de seguir viviendo o de permitir que el enfisema pulmonar se lo llevara por delante. La decisión le permitió vivir otros casi 33 años.)) De niños tenemos una idea borrosa de la patria, del lugar donde estamos en el mundo. Ni siquiera sabemos muy bien qué es el mundo, si tiene límites o, en mi caso, si se extendía más allá, por ejemplo, de las montañas que yo veía desde la galería de mi casa. Aunque probablemente sí, intuía, ya que por las laderas de esas montañas se deslizaban por las noches los faros de unos coches que debían de venir del otro lado, y que con sus faros iban barriendo todo el panorama hasta que su barrido se filtraba por las persianas de madera verde de la galería. Pero yo todo esto sólo lo intuía, no tenía una conciencia clara de los límites del mundo, ni si quiera de que el mundo los tuviera en algún lado. Éste se limitaba a la extensión a la que alcanzaban mis ojos infantiles, pero incluso esa limitación aparente me parecía ilimitada por desconocida. Así que, cuando respondí a aquellos niños (uno de ellos, recuerdo, era Toñín, cuyos padres habían emigrado a Venezuela, sobrino de la señora Emma, nuestra vecina inmediata; mujer que se había quedado soltera por la gracia de Dios pero a la que el diablo le había dado este y otros sobrinos), les dije España porque en algún lado habría oído esa palabra, y me pareció la más apropiada para expresar la idea de que íbamos a viajar más allá de los límites de lo conocido, es decir, más allá de los confines que delimitaban mi campo inmediato de visión. Mi patria se reducía entonces a Xinzo de Limia, y dentro de Xinzo a la casa de mis abuelos, la Casa Vieja, con su cuadra y su forxa, donde teníamos la lareira para curar los chorizos, y el pozo del patio, y la huerta que se extendía al otro lado de la higuera y del muro de verdinosas piedras que limitaban esta área y que daban a la huerta donde estaba el corral de las gallinas, el castaño, el frondoso nogal, el área de los tendederos de ropa y, más allá y hasta la línea de la ladeira, el sembradío con la red de acequias donde mi familia sembraba las patatas, las berzas, las lechugas, las cebollas y la remolacha, entre otras cosas, todos los años. La idea de la patria es vaga en un niño, pero para los niños de la Galicia de entonces era doblemente vaga, porque mis tíos y mis tías se habían ido todos a la emigración: uno a la Argentina, dos a Francia, dos a Venezuela, uno a Suiza y otro a la Costa del Sol, y con todas esas coordenadas era difícil tener una idea clara de lo que es en realidad una patria. Qué poco sabía entonces que yo iba a ser también un emigrante. Que me pasaría, de hecho, casi toda mi vida en la emigración. Que no volvería a Galicia, ni siquiera para morir en ella algún día.

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