Hubo un tiempo en que había tantos canallas en la Casa Blanca, que cada vez que el expresidente Trump quería meter a otro nuevo, no le cabía. Llevamos dos años con un presidente normal, por fin. Las cosas no le van bien, pero por lo menos es una persona educada, come con cubiertos, usa servilleta, y evita insultar a la gente o gritarles a sus colaboradores. Sólo por eso ya me parece bien pagar cinco dólares por el galón de gasolina. En este recuperado ambiente de normalidad, las audiencias públicas del comité que investiga la anormalidad del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 han empezado hace dos semanas y continúan este lunes según el calendario previsto. Me asombra el coraje de Liz Cheney. Sí, sé que su padre fue uno de esos canallas que periódicamente los republicanos llevan a la Casa Blanca cada vez que ganan las elecciones. (La fórmula es bastante sencilla: cuanto más canalla se es, más probabilidades tiene uno de terminar en el Partido Republicano y de que lo nombren para ocupar un cargo en la Casa Blanca; él fue nada menos que Vicepresidente con Bush, así que imagínense el grado de canallería que tenía --o tiene, porque aún está vivo-- este fulano.) Pero ella no es ciertamente su padre, y ha demostrado tener más cojones que todos los senadores republicanos juntos, que ya es decir un montón de huevos. A no ser que la salven votantes demócratas que estén dispuestos a prestarle su voto en estas circunstancias, sus posibilidades de ser reelegida en las midterms disminuyen en proporción inversamente proporcional al tiempo que dedica a desmontar las mentiras del bellaco de Trump, y a poner de relieve sus manejos y maniobras durante los dos meses que se pasó orquestando el primer golpe de estado de la historia de los Estados Unidos de América. (El sistema electoral de los Estados Unidos es uno de los más complicados del mundo; yo he tardado casi quince años en entenderlo. Para mi asombro, no todos los estados de la unión permiten a una persona afiliada a un partido dar su voto a un candidato del otro. Wyoming es uno de los que permiten esos votos cruzados, por fortuna para la señora Cheney, aunque ya se verá.) Las revelaciones del comité confirman lo que ya parecía clarísimo en noviembre y diciembre de 2020 (y así lo escribí en su momento): que Trump no estaba dispuesto a perder unas elecciones que, según él, había ganado por goleada, faltaría más, y que para ello estaba dispuesto a llevarse por delante la constitución y la democracia americanas y a embestir contra cualquier obstáculo que le impidiera proclamarse vencedor, así fuera el mismísimo Capitolio. El intento le falló, pero sólo por los pelos. Habría bastado que algún grupo de izquierda se hubiese manifestado frente a sus partidarios y empezado a darse de hostias con ellos para que el entonces presidente hubiese tenido la excusa que estaba esperando y decretado el estado de excepción y declarado nulo o aplazado sine die el recuento de los votos electorales que certificaban la victoria de su oponente. En lugar de ello, los activistas de izquierdas tuvieron el acierto de no aparecer aquel día para dar el espectáculo, y los partidarios del presidente se quedaron solos haciendo de las suyas, que era, claro, pasar como una manada de búfalos aplastando las puertas, las ventanas y los alabastros del edificio. Por eso calló como una puta: había que dejarles hacer el trabajo. Como dijo aquella lumbrera carpetovetónica de la España política, casposa y criminal de los noventa: unos agitan el árbol y otros recogen las nueces. Por fortuna, aunque sus partidarios agitaron de lo lindo las ramas del Capitolio, el árbol aguantó por una vez y las nueces no cayeron. Por una vez. En fin, todo el mundo lo ha visto ya y se sabe la historia. Estas intervenciones públicas frente al comité servirían para algo si los Estados Unidos de América fuera un país normal, pero aquí la normalidad se acabó para siempre hace algunos años, cuando dejaron entrar a un canalla como Trump en el pacto de caballeros que, en cierto modo, es la democracia americana. O, mejor dicho, era. Ahora los Estados Unidos de América es una república bananera. Lleva así seis años y de ahí ya no la va a sacar ni la madre que la parió. ¿De qué sirve tratar de convencer al público, o por lo menos a los partidarios del expresidente, de que Trump les mintió? Ellos ya lo saben, y nunca se les ha caído la cara de vergüenza por estar sosteniendo la Gran Mentira. Todo lo contrario; les va la mar de bien con ella, muchas gracias. Van a seguir así, sin importar las consecuencias. El republicanismo político se ha transformado en una secta donde los hechos no cuentan, donde la realidad se distorsiona para adaptarla a sus necesidades y expectativas. Se acabó la verdad. Es la hora del dogma político. Quienes piensen que Trump trajo el trumpismo están equivocados. El trumpismo es uno de los modos naturales de América. El trumpismo es tan antiguo como la nación misma. El trumpismo vino aquí escondido en las bodegas del Mayflower, infestadas de ratas, y se consolidó con la conquista del Oeste. Lo que pasa es que hasta hace unos años no tenía nombre: a nadie se le había ocurrido un nombre para ese vergonoso fenómeno, tan americano o más que la tradicional tarta de manzana. De hecho, por añadir una nota personal, mi primer encuentro con el trumpismo data de cuando yo tenía 15 años y ni puñetera idea de lo que era América (pero ¿hay alguien ahí que tenga una puñetera idea de lo que es América?). Mi primer encuentro con el trumpismo me ocurrió en las páginas de una biografía de Edgar A. Poe, cuando se me hizo saber que una de las hipótesis que se barajaban para explicar su muerte en Baltimore en 1849 es que había sido captado por unos agentes electorales que le habían invitado a beber y, ya borracho, llevado a votar en diferentes urnas por el mismo candidato. Y me da igual si eran republicanos o demócratas o de medio pelo. El trumpismo no lo ha inventado Trump, porque Trump es incapaz de inventar o de crear nada nuevo. Ha sido un tarugo toda su vida, aunque fuera un tarugo con dinero. Todo lo contrario, es el trumpismo el que ha creado a Trump. Al principio yo pensaba que Trump era un cáncer que acabaría con América si se le dejaba campar a sus anchas por las alfombras de la Casa Blanca. Pero qué va; nada de eso: el cáncer es el trumpismo y es vastísimo; la metástasis cubre una grande parte del cuerpo social de América. Trump es sólo su síntoma más llamativo. Vendrá el diablo y se llevará con él a Trump, y el trumpismo seguirá tan saludable como siempre, gracias. Y él no es el único síntoma. Hay otros muchos. Por ejemplo, ahí tienen a ese enano mental, Ron de Santis, el nuevo virrey de La Florida, o los congresistas McCarthy y Matt Gaetz, o las señoras Boebert y Green. Erradicar a Trump de la vida política americana no acaba con el trumpismo. Sería como tratar sólo un síntoma en vez de enfrentarse a la enfermedad. Pero ya es demasiado tarde. No tiene remedio. A los republicanos les da igual. Al principio se llevaron las manos a la cabeza pensando que sus votantes no les iban a perdonar el primer asalto al Capitolio de la historia de los Estados Unidos, pero pronto comprendieron que los 74 millones de americanos que votaron por Trump ya lo han absuelto previamente de cualquier mentira, engañifa o canallada. Esos 74 millones de personas están dispuestas a votarle con los ojos cerrados y a seguirle como los niños y las ratas al flautista de Hamelin. Esa inmensa masa de seguidores es una vaca fabulosa: Trump la ha ordeñado a su antojo con el cuento del robo de las elecciones y ha recaudado cientos de millones exprimiendo sus ubres generosas. Tratar de convencer al público de que les han mentido y engañado y de que el 6 de enero fue un intento de golpe grande como un templo, es tanto como hablarle a alguien que no quiere oír, o mostrarle algo a alguien que no quiere ver. Porque eso ya lo saben: han decidido asumir la mentira y mirar para otro lado. Es así como una ola de corrupción asuela al país de una costa a otra desde hace más de cinco años, y ya no se recuperará. Fue así como Hugo Chávez acabó con Venezuela. Chávez no llevó la semilla de la destrucción. La semilla ya estaba plantada en la sociedad venezolana. Algo parecido ha sucedido aquí, y esto ya no tiene arreglo, El heroísmo de Liz Cheney, por desgracia, es una rueda que gira en el gran vacío de la corrupción política republicana. No es que la democracia en América esté en peligro. Ya ha sido destruida.
lunes, 20 de junio de 2022
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