Mañana es la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil. Les anticipo lo que va a pasar a mis inexistentes lectores: si Bolsonaro gana, las elecciones habrán sido justas y perfectamente legítimas. Si, por el contrario, pierde, las declarará un fraude masivo e inaceptable, y lanzará a todos sus partidarios a que se partan la cara en las calles por él. Ignoro lo que Lula hará por su lado. Lo conozco menos. Bolsonaro, en cambio, es transparente para mí. Bolsonaro gana siempre. Él sigue la “doctrina Trump”: negar la derrota como y cuando quiera que ésta de produzca, armar mucho ruido y mucho escándalo, mandar a sus matones a patrullar las calles y a dar hostias, y desaparecer por la puerta de atrás para que no le alcance a él ninguna hostia perdida. Claro que si gana Lula y Bolsonaro aceptase el resultado, eso no significa en absoluto que la racionalidad vuelva a Brasil. Eso ya se verá.
Al otro lado del
mundo está la llamada guerra de Ucrania. Putin no ha ganado aún la guerra, pero
está todavía muy lejos de perderla. Lo que iba a ser un paseíllo militar hasta Kiev
y la consiguiente huida del gobierno de Zelensky con unas cuantas maletas cargadas
con millones de dólares hacia algún país amigo, se ha transformado en una
enorme trituradora de carne rusa y ucraniana. A estas alturas,
Putin ya sabe que no va a ganar una guerra que se le ha atragantado. Pero
tampoco puede perderla, cueste lo que le cueste, aun si ello supone la ruina de su
propio país. Así que está dispuesto a quedarse tuerto él y tuerta Rusia, con tal de
dejar ciega a Ucrania, o quizás sea al revés, que se quede ciego él y ciega Rusia con tal de que Zelensky quede tuerto. ¿Qué más da? Por eso les digo, queridos e inexistentes
lectores, con pesimismo de gallego, que la bomba nuclear está cantada y está
servida. Me imagino que la bomba, la primera de ellas, la lanzará directamente
sobre Kiev. Este tarado de Putin es el mejor ejemplo de cómo el poder absoluto
acaba por enloquecer absolutamente a quien lo detenta. (La foto es de
antología: Putin declarando y firmando las leyes de unos territorios de los que
sus soldados están huyendo. Un hombre pequeñito con delirios de grandeza.) Por
lo menos, los rusos de a pie ya saben de qué va esta guerra absurda, ahora que
la tienen que luchar ellos mismos, arrancados de los brazos de sus madres, sus esposas y sus hijos y enviados a esos frentes donde la sangre se mezcla
con el lodo. Si no fuera porque su fuerza destructiva es tan enorme, uno
pensaría en el ejército de Gila: ¿Oiga, es ahí el frente? Considerando, además, la
corrupción que debe de reinar en el ejército y la burocracia
rusa, yo apostaría a que muchos funcionarios y militares habrán dictado órdenes
de reclutamiento contra sus acreedores, contra los amantes de sus esposas,
contra los maridos de sus amantes, y contra cualquiera al que le tengan ojeriza,
sin importar si cumple o no con los requisitos de la leva. Mientras, los más
ricos, o simplemente los más listos, han tomado las de Villadiego. Si no fuera
trágico, sería para reírse. Como una novela de Kafka escrita por Cantinflas. Pero
no, no se puede uno reír cuando la amenaza de la bomba nuclear está colgando
sobre nuestras cabezas. Es como el corolario a nuestra destructiva condición
humana.
Todo esto debería
ser una lección para los que aquí están tan convencidos (y son muchos millones
y millones de personas) de que Trump —un Trump dotado de poderes absolutos— es
la respuesta a todos los problemas que nos asuelan en esta parte del
mundo. Porque aquí la bomba —en este caso una bomba política y metafórica, pero
también enormemente destructiva— ha caído ya hace unos años y aún estamos
tratando de recuperarnos de ella. Tratando, que no consiguiendo. Porque el mal
ya está hecho. Es como cuando te detectan un cáncer maligno, que además ya ha metastatizado.
Es una sentencia de muerte, aunque aún nos queden unos meses, o incluso unos
años, por delante. La democracia americana está sentenciada y ha sido desahuciada.
Sólo quedan los cuidados paliativos. La democracia americana está muerta o casi muerta, pero,
como diría Petrus Borel, “menos mal que para consolarnos aún nos queda el adulterio, o el papel
español para cigarritos”. Hay que seguir tocando el violín, aunque el agua ya nos llega al cuello.
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