sábado, 24 de diciembre de 2022

Antonio Romero Márquez (1936-2022)

Esta mañana recibí la noticia de la muerte del poeta malagueño Antonio Romero Márquez. Hubo unos años, muchos años, de hecho, en que yo lo visitaba a diario en su antigua casa de la calle España de Málaga, y por entonces era raro que pasara un día sin que él me llamara al menos una o dos veces por teléfono, y hablo de una época en que los únicos teléfonos que existían eran los fijos; los móviles todavía no habían invadido nuestras vidas. Después yo me fui a vivir a los Estados Unidos y la comunicación entre ambos se redujo a alguna carta de vez en cuando o a unos mensajes electrónicos que cada vez se fueron espaciando más y más. Cuando viajaba a España de vacaciones iba a verlo siempre, ya en su casa del Rincón de la Victoria, donde se había ido a vivir después de retirarse. Lo vi por última vez a principios del pasado mes de agosto. Lo habían ingresado en el hospital y su esposa me llamó para decirme que estaba muy mal. Mi avión salía de Málaga ese mismo día y la llamada me pilló preparando las maletas, con apenas unas pocas horas por delante, pero decidí que no podía marcharme de Málaga sin despedirme de él. Aun a riesgo de perder el vuelo, tomé un taxi y fui hasta el hospital. Tal vez cuente otro día ese último encuentro. Hoy, a manera de sencillo homenaje, reproduzco a continuación las páginas que le dediqué hace unos años en un libro titulado El andamio. En él reuní, en 2018, algunos de los artículos literarios que publiqué a lo largo de los años noventa; los años, precisamente, de los que hablaba al principio. Uno de los textos recogidos se titula «Jardín secreto» y lo escribí a propósito de la aparición de un libro suyo. No reproduzco aquí dicho artículo, sino un extracto del epílogo (anacrónico) que cierra el volumen, a manera de justificación, y en el que reflexiono sobre aquel tiempo y hablo de algunas de mis amistades literarias, entre ellas la de Antonio:

[…] Antonio Romero Márquez, por el contrario, estaba en las antípodas de José Carlos [Cómitre], tanto en su persona como en su poesía. Para empezar, pertenecía a otra generación. A mí me llevaba unos 23 o 24 años. Muchas veces me pregunto cómo fue que llegué a ser su amigo, pues nuestra visión de la vida y de la poesía diferían como el día y la noche. Antonio era un poeta intelectual, formalista, avezado en el buceo retórico y diestro en resolver —aunque, a mi juicio, no siempre con acierto— arduos problemas de rimas. Sus modelos eran Mallarmé y Valéry, y el combustible primogénito español de ambos, don Jorge Guillén, por quien Romero Márquez profesaba una devoción de feligrés recalcitrante. A mí, su sólida formación académica me parecía absolutamente formidable, y, a su manera, era un filósofo, aunque carecía de filosofía propia. Un simple artículo periodístico como este de «Jardín secreto», en el que intenté captar la esencia de su arte, jamás podría hacer justicia ni al personaje ni a su obra. La figura de Antonio Romero Márquez exige un libro entero. Nacido en el aciago año español de 1936, Antonio era el único poeta de su generación que, en Málaga, circulaba (y aún circula) en una órbita por completo anómala en relación con las reputaciones poéticas establecidas allí, las eminencias malagueñas intocables, presentes y pasadas: Alfonso Canales (n. 1923), Manuel Alcántara (n. 1928), María Victoria Atencia (n. 1931) o Rafael Pérez Estrada (n. 1934), y otros más jóvenes que empezaban a trazar las suyas propias. Formaban algo así como el patriciado intelectual de la ciudad, el círculo oficial de consagrados, envueltos en un aura de distinción de muchísima solera, y de trato, si no del todo inalcanzable, difícil y remoto. Antonio, pese a la amistad personal que mantuvo con Jorge Guillén hasta la muerte de éste, nunca había sido admitido en ese círculo y nunca lo sería. Siempre sospeché que él mismo era, en parte, culpable del ostracismo que sufría. Ignoro cómo habrían capeado cada uno de ellos los cuarenta años de franquismo, quiero decir con qué nivel de adhesión o de rechazo. No me importa mucho ni voy a perder el tiempo en averiguarlo. (Si condenáramos a todos por haber vivido aquel período sin haberse exiliado o ido a la cárcel, ¿a quién podríamos salvar? Habría que condenar a casi toda España). Igual que el propio Antonio Romero, sospecho que quien más quien menos, todos eran hijos, hasta la médula, del franquismo que les tocó vivir por obvias razones cronológicas, pero habían sabido reciclarse sin ninguna dificultad durante la Transición, y mantuvieron reputación y privilegios, y aún si cabe los ampliaron, cuando los nuevos gobiernos empezaron a poner dinero a manos llenas para dirigir y encauzar la política cultural del país. Nunca entendí por qué Antonio Romero había sido incapaz de subirse a ese tren, qué es lo que había fallado en su caso. Personaje realmente dickensiano, salido de algún pliegue del tiempo y desorientado en la España del socialismo y la Movida, catedrático de instituto al que los estudiantes no le hacían ni puñetero caso, Antonio tenía además una familia un tanto disfuncional donde tampoco lo tomaban muy en serio, y cuando yo lo conocí, creo que el único lugar donde se sentía realmente respetado y a sus anchas era en las reuniones literarias de la cafetería El Pimpi, donde un grupo heterogéneo de escritores sin libro nos reuníamos con él una vez a la semana. Su apetito por ser leído y escuchado era desmedido, quizás incluso obsesivo, síntoma evidente de alguien que no había encontrado su lugar, o lo que él creía que debía ser su lugar, en la sociedad literaria de Málaga, y a ese apetito —a esa obsesión— lo sacrificaba todo, incluso a sus amigos. Con una fidelidad inexplicable, casi perruna, yo lo frecuenté, a veces a diario, durante los años que viví en Málaga, y asistí impertérrito a sus maratonianas lecturas de sonetos, donde nos pasábamos horas discutiendo una rima o una metáfora. No sé si a ello me llevaba la simpatía ante un poeta tan obsesionado por la perfección, o una curiosidad solidaria, por decirlo de algún modo, por un ser humano excepcional hasta en sus peores defectos. (Ahora pienso que en su exorbitancia, y a pesar de todas nuestras diferencias, yo hallaba un espejo de mi propia falta de órbita, de mi andadura des/orbitada por el mundo.) Las contradicciones vitales y la fuerte tensión emocional que dominaban a Antonio Romero Márquez son a veces una carga muy onerosa en su poesía y eso es lo que quise reflejar en «Jardín secreto»: reconcentrado en sus crucigramas intelectuales, en la camisa de fuerza de una retórica que aspiraba al cielo pero que a veces se arrastraba por el lodo (Raíz y vuelo, se titula de manera significativa uno de sus libros de aquellos años) todas esas contradicciones y emociones confluían en su pluma en un desasosiego explosivo, y a uno como lector le llegaba esa onda expansiva, abrumadora, desconcertante.
 Descansa en paz, Antonio.

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