sábado, 15 de noviembre de 2025

Cruce de destinos (Du nouveau chez Nouveau)



Milton pedía que el poeta fuera él mismo un poema (véase el pasaje en prosa titulado «A True Poem»). Tal vez nadie haya logrado llevar a cabo esta aspiración con tan alto grado de perfección como el poeta francés Germain Nouveau. Hacer de la vida de uno un poema es quizás el mejor logro que un poeta puede esperar del cultivo de una pasión que en realidad no sirve para nada en el mundo en que vivimos, salvo para conocerse y conocer el mundo y aprender a morir. Quizá eso es lo que le ha permitido a Germain Nouveau un puesto —indudablemente modesto, pero único— en la literatura universal y la perduración de su obra, contra todo pronóstico. Una obra hecha de impresiones y de vislumbres que no parecen dotadas de la suficiente entidad como para resistir el agresivo vendaval de la historia, pero que ahí siguen. Eso y su amistad personal con Paul Verlaine y Arthur Rimbaud. Tres destinos que yo considero como los más emblemáticos del simbolismo. Quizás, incluso, los más emblemáticos de un siglo desbordante de magnífica poesía. Tres destinos basados en la renuncia: a lo mejor de sí mismo, en el caso de Verlaine; a la literatura, en el de Rimbaud; y a la sociedad, en el de Nouveau, quien renunció también a la literatura e intentó destruir por todos los medios sus poemarios.

Desde la salida, a finales de 2015 (hace ya la friolera de diez años) de mi traducción de Saber amar, muchas cosas han sucedido relacionadas con la vida y la obra de Germain Nouveau que merecen ser consignadas aquí para quienes tengan algún interés en este extraordinario poeta simbolista.

Quizás lo más impactante haya sido la aparición del libro de Eddie Breuil Du Nouveau chez Rimbaud, publicado por la Biblioteca Honoré Champion de París a finales de 2014. Es un análisis de los manuscritos de las Iluminaciones de Rimbaud. La tesis del autor de este complejo ensayo se puede resumir así (resumo el capítulo final de conclusiones, pp. 163–68): las Iluminaciones no es un libro de poemas en prosa, sino una compilación artificial que agrupa textos copiados en la época en que Arthur Rimbaud y Germain Nouveau vivieron juntos en Londres, durante la primavera de 1874. Ninguno de esos papeles lleva firma alguna, y el paquete de papeles lo recibió Verlaine de manos del propio Rimbaud a finales de febrero o principios de marzo de 1875 para ser entregados a Germain Nouveau. (Aunque esto no está del todo claro: en la carta que se citará enseguida, como se va a ver, Verlaine dice: «“poemas en prosa” suyos, que yo tenía»; es decir, ¿podría ser que Verlaine los tuviera antes del encuentro de con Rimbaud en Stuttgart?) De hecho, el primero de mayo de ese mismo año dice Verlaine en una carta a Ernest Delahaye: «Si me importa recibir detalles sobre Nouveau he aquí por qué. Como Rimbaud me había pedido mandar a imprimir unos ‘poemas en prosa’ suyos, que yo tenía, a este mismo Nouveau, a la sazón en Bruselas (hará de ello como un par de meses) se lo he enviado illico [de inmediato] (¡¡¡a un porte de 2,75 francos!!!) y como no podía ser de otra manera, he acompañado el envío con una carta pulquérrima, a la cual él respondió de forma no menos pulcra, de modo que estábamos en correspondencia bastante seguida cuando dejé Londres para venirme aquí». Según Breuil, la atribución de estos textos a Rimbaud es errónea. Por el contrario, es a Nouveau a quien le corresponde la autoría. Algunos de estos papeles no deberían plantear ninguna duda: fueron escritos directamente por Nouveau y exhiben su caligrafía autógrafa. ¿Cómo explicar, entonces, los textos que exhiben la caligrafía de Rimbaud? Según Breuil, hay que darle la vuelta a la tortilla. La teoría establecida por varias generaciones de estudiosos indicaba que Nouveau habría colaborado con Rimbaud pasando a limpio alguno de los textos de su amigo. Pues bien, según Breuil, no es Nouveau quien copia ni Rimbaud quien dicta, sino al revés: Rimbaud es el copista o amanuense y los textos son del poeta provenzal.

La salida de mi edición coincidió con las primeras reseñas de las que tuve noticia y que se hicieron eco de la obra en cuestión, algunas, sencillamente, para dar cuenta de la salida del libro y de su contenido; otras para calificar la tesis de Breuil como descabellada. Después de todo, Rimbaud es un mito cultural nacional de Francia y no conviene zarandear el pedestal en el que su figura se alza señera sobre todas las de su generación. A mí me cuesta creer la tesis de Eddie Breuil, porque resulta extraño que Verlaine no expresara dudas de ningún tipo respecto a la atribución de los poemas (que sin embargo expresó respecto al poema «Veneno desperdiciado», que fue incluido en las obras completas de Rimbaud de 1891), pero, sobre todo, que el propio Nouveau no dijera ni pío cuando las Iluminaciones se publicaron por primera vez en 1886 en la revista La Vogue, justo en el año en que mantenía su idilio con Valentine Renault. Pero sí creo que, como mínimo, hay que atribuir a Nouveau el poema titulado «Villes» [Ciudades] escrito de su puño y letra, y tal vez alguno más de los que integran Iluminaciones. Por otro lado, estas tesis de Breuil no son nuevas ni del todo originales; hace más de cincuenta años, tesis similares fueron sostenidas por un joven poeta francés apasionado también de Germain Nouveau, uno de los grandes estudiosos de su paisano, Jacques Lovichi (1937–2018). Pero no cabe duda que Breuil lleva a cabo un análisis semántico y grafológico sumamente detallado y perspicaz.

Eddie Breuil, por tanto —si no interpreto mal las tesis de su importante ensayo—, retoma la visión clásica que se tenía, durante la primera mitad del siglo XX, de la actividad literaria de Rimbaud: la de que después de Una temporada en el infierno (1873), Rimbaud había abandonado la literatura para siempre, una tesis que contradecía las afirmaciones de Verlaine en el prólogo de Iluminaciones, pero cuya prueba era, para los críticos más solventes, el último texto en prosa de la Temporada, titulado precisamente «Adiós».  Es una tesis ya muy antigua, a la que puso fin Henri Bouillane de Lacoste en 1949 con ocasión de un trabajo de análisis de los textos incluidos en Iluminaciones que marcó un antes y un después en los estudios rimbaldinos. Precisamente el trabajo en el que el eminente filólogo descubrió y demostró, mediante concienzudos análisis grafológicos, que en la redacción del poemario había intervenido la mano de Germain Nouveau. Pero, incluso si nos inclinamos a admitir las tesis de Breuil, una carta de Rimbaud recientemente descubierta, fechada en Londres el 16 de abril de 1874 y dirigida a Jules Andrieu, demuestra con toda claridad que el poeta no sólo no había abandonado la literatura con el «Adiós» de Una temporada en el infierno, sino que incluso tenía ambiciosos proyectos de publicación que nada tenían que ver, precisamente, con las Iluminaciones. El que no hubieran fructificado en nada concreto, o el que nadie se los tomara en serio, habrán exasperado a un joven brillante y ambicioso que tenía mucha «prisa por encontrar el lugar y la fórmula». La fórmula de hacerse rico, supongo. Parece que al final la encontraría en los desiertos de Somalia, vendiendo cacerolas y sartenes europeas a los pobladores locales.

Mi conocimiento del francés no es nativo y no soy capaz de hacer por mí mismo una valoración segura a nivel lingüístico, pero el análisis de Breuil, tanto a nivel grafológico, como semántico, cultural e histórico es muy minucioso y me parece de una honestidad intelectual que no puedo poner en duda teniendo en cuenta mi limitado dominio del idioma. Mi impresión personal es que muy bien puede ser que algunos de los poemas que hoy se recogen en Iluminaciones sean de Germain Nouveau, especialmente el titulado «Villes» [Ciudades], cuyo manuscrito es de su puño y letra, suena de manera inconfundible a Nouveau, y que este menciona como suyo en una carta a Jean Richepin fechada en Londres el 17 de abril de 1875. Tal vez los dos poetas colaboraron en algún proyecto similar y textos de ambos acabaron entrando en la famosa compilación. Mis objeciones son las que me dicta el sentido común: el silencio del propio Germain Nouveau es muy significativo, toda vez que en 1886 vivía amancebado con Valentine Rénault y participaba en las tertulias literarias del momento. El impacto que causó ese año, en los mentideros artísticos de París, la publicación de las Iluminaciones, primero en varios números consecutivos de la revista La Vogue, entre mayo y junio de 1886, y poco después en libro, en octubre de ese mismo año, no pudo habérsele pasado por alto. Es verdad que para entonces (cuando los textos se publicaron en libro) había dejado París y vivía en Bourgoin, adonde llegó el 19 de octubre de 1886 para incorporarse a su nuevo puesto de trabajo como profesor de dibujo en el liceo de la localidad, pero es imposible que no conociera las publicaciones pre-originales de la Vogue que habían aparecido en la primavera.

La enrevesada historia del soneto «Veneno desperdiciado», soneto atribuido desde el principio a Rimbaud pero que con toda probabilidad escribió Germain Nouveau, pone de manifiesto las enormes dificultades que presenta la clarificación de una autoría discutida cuando no se disponen de otros datos que unos manuscritos sin firmar que han pasado por infinidad de manos. Conviene, además, considerar el hecho de que, a partir de 1891, cuando la crisis de locura de Nouveau y el consiguiente y total abandono de su carrera literaria, el poeta no solo se despreocupó de sus poemas, sino que incluso intentó destruirlos y se opuso encarnizadamente a su publicación, como revela la historia de sus dos poemarios. En estas circunstancias, a Nouveau (“y a su inmenso desparpajo”, como decía André Breton) no podía importarle mucho ver atribuidas sus obras a otro. Pero con todo y con eso, me resulta difícil de creer que nunca hiciera al menos una mínima alusión a ello a sus amigos Verlaine y Delahaye antes de aquella fecha fatídica: son cinco años en los que la fama de Rimbaud se disparó en el mundillo literario parisino hasta convertirse en todo un fenómeno cultural.

Por otro lado, no estoy del todo seguro de que me gustaría descubrir que Germain Nouveau es el verdadero autor de todos los textos incluidos en Iluminaciones. El poeta de la Provenza me gusta tal como es, o tal como fue. O tal como nos parece que fue. Creo que no necesita ningún añadido más para hacerlo mejor, o para que nos guste más. Con sus brillos y penumbras, con sus magias y sus pequeños o grandes defectos, a mí, desde luego, siempre me ha gustado Nouveau muchísimo más que Rimbaud. Lo que no quiere decir que, si al final se demostrase sin ningún género de dudas las tesis de Lovichi y Breuil (lo que supondría un auténtico terremoto en la tradición cultural francesa), vaya a negarme a aceptarla. Solo significaría que tendría que vérmelas a partir de entonces con un desconocido que, como digo, no sé si me gustaría tanto, y al que tendría que empezar a conocer de nuevo.  

La venta en subasta de parte de la biblioteca de Mallarmé realizada por Sotheby’s de París el 15 de octubre de 2015 reveló la existencia de un retrato de Germain Nouveau completamente desconocido, realizado por Carjat en la misma sesión fotográfica de la que salió su retrato más célebre. La foto, lote 211, con una dedicatoria autógrafa del poeta a Stéphane Mallarmé y la famosa cuarteta (la cual figura también en el retrato de tres cuartos de Nouveau dedicado a Jean Richepin y que este dio a conocer en 1927), fue comprada finalmente por 47.500 € por un coleccionista particular que se mantuvo en el anonimato. Este nuevo retrato fotográfico de Nouveau fue una sorpresa para todos, ya que se ignoraba su existencia, y

Un par de meses después, el viernes 11 de diciembre de ese mismo año, las firmas Bergé y Sotheby’s procedieron a la primera venta de la biblioteca particular de Pierre Bergé. En el catálago de la subasta se reveló que una de las piezas de la colección era lo que hoy consideramos el «manuscrito» de Valentinas: un juego de galeradas impresas y corregidas por el autor, las que iban a servir para la fallida edición de la obra en torno a 1889 y 1890, y que constituyeron, más de treinta años después, la base de la edición póstuma de Delahaye de 1922. Entre las galeradas impresas figuraba también un poema manuscrito, el titulado «Les lettres», intercalado a posteriori por el poeta en su lugar específico en la compilación. Según la información proporcionada en la subasta, Pierre Bergé adquirió esa pieza para su biblioteca personal en una venta anónima de la casa Drouot del 29 de mayo de 1968. Las galeradas fueron encuadernadas en tafilete de color berenjena. Este volumen único, marcado con el lote 106 en la venta de Sotheby’s de diciembre de 2015, fue adquirido por el Estado Francés por 102 000 €. El precioso documento se custodia ahora en la Biblioteca Nacional de Francia y está disponible online para quien desee consultarlo.

En 2018, falleció el poeta, novelista, ensayista y crítico literario y teatral Jacques Lovichi (n. 1937), el primero en el tiempo en sostener la tesis de que, al menos algunos poemas de Iluminaciones fueron escritos por Nouveau. Lovichi sacrificó su carrera profesional por Germain Nouveau, al sostener una tesis doctoral que los miembros de su tribunal desaconsejaron y, en definitiva, descalificaron. Lovichi prefirió preservar su independencia intelectual y se mantuvo en sus trece. Jacques Lovichi es uno de esos ejemplos de fe en la poesía que me hacen abrigar alguna esperanza para el género humano, en este siglo de venalidad e indecencia. (Descansa en paz, mi admirado maestro).

Por último, para 2020, con motivo del centenario de su muerte, se había preparado una gran exposición de Germain Nouveau en la sala de exposiciones de la Biblioteca Méjanes de Aix-en-Provence, la misma en cuyas antiguas salas el poeta se había refugiado a menudo a leer y escribir hacia 1900, y a combatir acaso el frío de los inviernos del sur de Francia, que no dejan de ser los inviernos del norte de España. La comisaria fue la bibliotecóloga, historiadora y escritora Aurélie Bosc, quien también se encargó de la dirección editorial del magnífico catálogo de la exposición, Germain Nouveau, l’ami de Verlaine et de Rimbaud. Eddie Breuil, Pascale Vandegeerde y Jean-Philippe de Wind fueron los consejeros científicos de la exposición, y los dos últimos, pareja de incansables investigadores de la vida y la obra de Germain Nouveau, aportaron algunas de las más preciosas piezas exhibidas en la misma, que conservan en su colección particular, entre ellas el magnífico óleo sobre madera titulado La lectrice, indudablemente un retrato de Valentine Renault pintado por Nouveau en agosto de 1885. Por desgracia, el estallido de la pandemia del COVID-19 obligó a posponer la inauguración, primero para enero de 2021, y finalmente para octubre de ese mismo año. A pesar de las restricciones y de las dificultades impuestas por la pandemia, tuve ocasión de desplazarme hasta Aix por unos pocos días a finales de noviembre para visitar la exposición y conocer la villa vinatera de Pourrières, a unos cuarenta y cinco minutos de distancia en automóvil desde la antigua capital de provincia.

La exposición, llena de documentos de todo tipo relacionados con la vida y la obra de Nouveau, demuestra el interés persistente de esta figura poco conocida del simbolismo francés, por la que los surrealistas profesaron un interés teñido de cierto fervor casi religioso. Para mí, desde luego, tanto la exposición como la visita a lugares tan profundamente ligados a la vida del pintor y poeta, fue un estímulo esencial para continuar dando a conocer su obra al público hispano y para concluir la traducción de las Valentinas. Otra de las piezas interesantes de la exposición fue el estreno de la película Le poète illuminé realizada por el cineasta Christian Philibert, un hermoso documental consagrado al poeta. A ello hay que añadir dos biografías recientes del poeta: la escrita por Martin Mirabel, Germain Nouveau: un cœur illuminé (París: Michel de Maule, 2021) y la de José Lenzini, Germain Nouveau : trimardeur céleste de la poésie (Le Revest-les-Eaux : Les Cahiers de l’Égaré, 2020).

Pero no todo son elogios, claro. Frente a las exposiciones y a las biografías, un severo y convencional Étienne Crosnier ha publicado recientemente un estudio donde trata de poner el poeta en lo que, según él, es su lugar: un epígono del Parnaso de rimas sonoras, fascinado por la lírica popular, nada más. En efecto, en Germain Nouveau: comprendre les malentendus d’un mythe (París: L’Harmattan, 224), Crosnier traza la historia de la recepción de la obra del amigo de Verlaine y de Rimbaud hasta su momento culminante en 1970, cuando la prestigiosa colección La Pléiade le abre a Nouveau un suntuoso panteón en ese cementerio de clásicos en papel biblia y encuadernaciones de tafilete con filigranas repujadas en oro de 24 kilates, en compañía de Lautréamont. Tras el mayo del 68 y la expansión del movimiento hippy, la figura de Nouveau y su vida bohemia y al margen de la sociedad podían ser un poderoso reclamo para una colección de clásicos destinada, por su precio, a las bibliotecas de la alta burguesía. Hasta el famoso retrato de Carjat de 1873 que aparecía en la sobrecubierta (de Lautréamont solo ha llegado hasta nosotros un posible retrato que ni siquiera entonces se conocía) era la de un auténtico hippy (a cien años de distancia, los bohemios de 1870 y los hippies de 1970 compartían más o menos las mismas greñas y vestimenta). Pero el reclamo y el prestigio de Nouveau se disiparon pronto. Tampoco el poeta lograba atraer la atención de los estudiosos y de los currículos educativos. Además, sin un valedor de la talla de André Breton, Nouveau se quedó relegado a su condición de incómodo comparsa para los apasionados de Lautréamont. En 2009 los editores de Gallimard decidieron desahuciarlo y lo desalojaron de la colección con la publicación de un volumen consagrado enteramente al célebre poeta uruguayo en lengua francesa.  Crosnier concluye citando el correo electrónico del 1º de febrero de 2023 que le remitieron desde Gallimard cuando les escribió para inquirir las razones (traduzco): «Para responder a su pregunta: la asociación Germain Nouveau-Lautréamont, realizada por razones prácticas (el número de páginas de sus obras respectivas), no tenía sentido. Nos ha parecido, pues, deseable, consagrar un volumen entero solo a Lautréamont. Lo que ha conllevado la desaparición de Germain Nouveau [de La Pléiade], con el que nos resulta imposible hacer lo mismo. […] Actualmente no existe ningún proyecto relativo a la publicación de la obra de Germain Nouveau en el seno de nuestra colección». Es decir, las circunstancias que propiciaron en 1970 la cohabitación en el mismo volumen (como quien entierra a dos cadáveres en el mismo ataúd) de Lautréamont y Germain Nouveau (las revoluciones sociales y sexuales de los años sesenta del siglo pasado), han desaparecido en este más sesudo siglo XXI, más capaz para distinguir entre lo realmente rentable y lo meramente simbólico, y más consciente de sus responsabilidades financieras. Crosnier, por lo demás, descarta las tesis de Eddie Breuil. La controversia sobre la autoría de las Iluminaciones desatada por Breuil es para él un asunto más pasional que racional y, en lo que a él se refiere, la cuestión quedó definitivamente zanjada por Pierre Brunel —uno de los grandes expertos del período— en el debate televisado que mantuvieron ambos, Brunel y Breuil, respecto a las tesis de este último, debate que tuvo lugar el 7 de abril de 2015 en la Universidad Jean Moulin de Lyon y está disponible en YouTube. Son dos lenguajes distintos, razona, que no se dejan confundir y que revelan diferentes, a veces contrapuestas, visiones del arte, del mundo y de la vida.

Personalmente, a mí me parece, el de Crosnier, un ensayo escrito deprisa, deshilvanado y poco atractivo desde el punto de vista del estilo: su lenguaje es romo y sin jugo como un limón seco, y esta falta de expresividad deja frío al lector, aunque sin duda esta es una opinión subjetiva. Pero confieso que su visión del asunto no carece de interés, alguna penetración y cierto sentido común. Crosnier concluye su libro afirmando que (traduzco) «la obra de Germain Nouveau stricto sensu no ha conseguido siempre hallar un lugar visible en el patrimonio literario francés». Y no le falta razón: esta historia de su entrada y posterior desahucio de La Pléiade a la que acabo de referirme lo respalda.



Este asunto de su descarte de La Pléiade merecería por sí solo un estudio en profundidad, pero no es este el lugar para emprenderlo. En cualquier caso, desde el principio muestra las fuerzas coyunturales que explican la elección de tal o cual autor para entrar en el panteón de una colección de prestigio. Las «razones prácticas» a que alude el correo electrónico transcrito arriba, a saber, el escaso número de páginas de las obras de estos autores, aunque sea la principal razón de Gallimard para haber enterrado entonces a dos muertos en la misma caja, y para desalojar ahora a uno de ellos del compartido féretro, no se justifica: la nueva edición de las obras de Lautréamont en 2009, se ha inflado hasta las 848 páginas de las 488 que ocupaba en la edición Lautréamont-Nouveau, es decir, 150 páginas menos que las que este último ocupaba allí (990 páginas). Aunque son raras las ediciones de La Pléiade que tengan menos de mil páginas (lo normal es que sus volúmenes oscilen entre las 1 200 y las 2 000 páginas), no faltan los títulos de la colección que son bastante más delgados: el de las obras de Louise Labbé, publicadas en 2021, consta de solo 736 páginas. Las del novelista Alain Fournier (2020), de 640, mientras que las poesías completas de Alfred de Musset se recogen en un tomo de 976 páginas, menos de las que ocupan las de Germain Nouveau en la edición de 1970. Lo mismo puede decirse de algunas de las más antiguas ediciones de la colección. Por ejemplo, la primera edición de las obras completas de Baudelaire, en 1932, tenía 666 páginas el primer tomo y 868 el segundo; la de Rimbaud en 1946, constaba solo de 846 páginas (no es mucho más voluminosa la más reciente, realizada en 2009 y ampliada en 2021, con un total de mil cien páginas, y eso que incluye todas las lecciones conocidas de los poemas, en vez de consignar solo sus variantes, multiplicando así un buen número de páginas). Y una famosa antología de poesía francesa realizada por André Gide en 1949 se extiende a lo largo de 848 páginas. Con todo lo que se ha escrito y descubierto sobre Germain Nouveau desde aquella edición legendaria de 1970, hoy se podría hacer perfectamente una nueva edición de las obras del poeta provenzal en La Pléiade de más de un millar y medio de páginas. Pero, como el email enviado por Gallimard demuestra, no hay la voluntad de hacerla. La razón es evidente: Nouveau no vende ahora como podía vender en 1970, sobre todo si Lautréamont iba de saldo, o viceversa. Lo mismo ocurre con el otro ataúd con dos cadáveres que Gallimard fletó con destino a la eternidad aquel mismo año de 1970, el compartido por Tristan Corbière y Charles Cros, donde el primero ocupa 600 páginas y el segundo 904. Había en aquellos años un interés renovado por la literatura de esos radicales del Parnaso que habían revolucionado a su manera la poesía de su tiempo, a los que Pierre-Olivier Walzer había agrupado, también en ese año, y con muy buen criterio en un libro titulado La révolution des sept: Lautréamont, Mallarmé, Rimbaud, Corbière, Cros, Nouveau, Laforgue ([La revolución de los siete] Neuchâtel: À La Baconnière, 1970). Normal que el mismo Walzer se hubiera ocupado de las ediciones de cuatro de ellos (las que acabo de referir) en La Pléiade.

La ya mencionada pareja formada por Pascale Vandegeerde y Jean-Philippe de Wind, quienes ya habían realizado una preciosa edición anotada de los primeros poemas de Germain Nouveau titulada Quelques premiers vers (Lieja: Société de Découragement de l’Escrime, 2009), habían iniciado los preparativos para una ambiciosa edición de las obras completas de Germain Nouveau, después de la retirada de la edición canónica de La Pléiade. Desgraciadamente, Pascale falleció en Bruselas el 30 de noviembre de 2022 de un cáncer de páncreas que se le había diagnosticado el año anterior. El 2 de enero de 2023, desde Lieja, me escribió atribulado Jean-Philippe, su compañero de veinte años de amor y de investigaciones literarias, para darme la triste noticia y explicarme las circunstancias. El final de su carta era una afirmación de su compromiso con el proyecto que ambos habían iniciado (traduzco): «Los dos estábamos trabajando en una nueva edición de las Obras completas de Germain Nouveau, para reemplazar la de La Pléiade. Voy a proseguir ese trabajo con Eddie Breuil. Por ella, por los lectores y, también, en cierta manera, por Germain Nouveau». (Pascale, en su idealismo radical por ciertas causas sociales, como tantos otros jóvenes de la época, se juntó con la gente equivocada y cometió, parece, graves errores. Yo no soy quién para juzgar aquí, ya que apenas si conozco los detalles. Ella pagó su deuda a la sociedad, más que ningún otro de aquellos jóvenes. Se rehabilitó y durante los últimos veintidós años de su vida se dedicó a tareas editoriales e investigaciones literarias sobre cosas tan inofensivas como las relacionadas con la vida y la obra de Germain Nouveau. Que en paz descanse). Lo que hace grande la obra de Germain Nouveau no consiste en un tomo de La Pléiade de mil páginas en papel biblia, elegante tipografía Garamond, con su aparato de notas y de estudios críticos, y encuadernado lujosamente en tafilete verde repujado con filigrana de oro, sino en la pasión que es capaz de generar en corazones humanos tan grandes como los de Pascale y sus amigos.

 

 

 

 

sábado, 13 de septiembre de 2025

Luna de asfalto, novela de Riera Guignet

 


En un video de presentación de su novela Luna de asfalto (en el canal de YouTube «El envés de la página», n.º 67), su autor citaba el famoso dicho de Stendhal sobre la novela, el que la equipara a un espejo que refleja la realidad: Un roman est un miroir qui se promène sur une grande route. La novela negra también asume esa tarea reflectora, aunque con una agresiva insistencia en lo que el propio Stendhal señalaba en el mismo pasaje: que el espejo también puede reflejar el fango de la vida. De Luna de asfalto podría decirse algo similar. Salvo que hoy en día, sospecho, la novela negra es más bien un espejo que refleja la realidad… de otras novelas negras anteriores y de muchas películas. Lo que quiero decir es que la novela negra es ahora, en gran medida, un género de laboratorio. Si como espejo de la realidad todavía refleja algunos vislumbres de ella, esos visos suelen ser de segunda mano. En muchos casos, es un producto que se retroalimenta de otros productos similares, condenado a una endogamia crónica. Algo de esto hay en la novela de Riera Guignet, que no necesita la aclaración del subtítulo («Bécquer en novela negra») para que un lector medianamente enterado perciba enseguida las muchas indicaciones que en la novela apuntan a la obra narrativa de Bécquer, aunque la mayoría sean solo alusiones anecdóticas o se limiten al mero nivel estructural del relato. Digámoslo de otra manera: en esa fórmula de laboratorio que es Luna de asfalto, algunos de los reactivos son becquerianos, pero son solo eso: sustancias químicas para precipitar un resultado, el de un relato original y novedoso, con su sorpresa final incluida. El producto es, en definitiva, una novela que se lee muy bien; está escrita en un estilo tan claro como terso, sin florituras ni adjetivos innecesarios; y exhibe un ritmo bien trabado y sostenido y una trama interesante. Todo lo cual hace que resulte difícil dejarla una vez iniciada la lectura, que es la condición primordial de cualquier novela negra realmente resultona. Además, contiene la perfecta cantidad de palabras que Borges exigía para un relato de esta índole. A ello hay que añadir una presentación muy atractiva desde el punto de vista editorial: excelente composición de portada, buen papel y calidad tipográfica, todo ello debido al buen hacer de Yeray Ediciones, consagrada a la publicación de «todos esos… libros extraños e inquietantes» que pueblan un ya extenso catálogo de lo más curioso y sorprendente. Luna de asfalto —título magnífico para una novela de esta índole— está llena de salidas ingeniosas, dignas del pico de un Philip Marlowe: «Yo era un atleta para huir de los problemas. Convencía primero, y si no convencía, huía». Los guiños becquerianos están por todas partes: desde los títulos de los capítulos hasta alusiones transparentes como esta: «el órgano cubierto de polvo». Y en ese fango que el espejo narrativo refleja también hay lujazos expresivos, como ciertas metáforas de sólida catadura. Por ejemplo, el órgano sacerdotal que acabo de mencionar, comparado a «un fascinante animal con sus dientes blancos y su cabellera de tubos erizados». Por ejemplo, el sádico alcaide de la prisión donde el narrador comienza su relato, que «por la noche … se vuelve fluido como el aceite, como un reguero de grasa que se desplaza en las sombras», imagen soberbia que me recuerda algo al terminator malo de la segunda entrega del famoso universo fílmico. Por ejemplo, Mary, la Corza Blanca (otro guiño becqueriano), es descrita como un «pastelito de fresa en el escaparate de una ferretería macabra». El narrador, chófer del jefe de la mafia urbana local, se desplaza en una larga limusina negra que circula por las calles nocturnas con el sigilo de un lebrel, como si él mismo llevara al volante el escaparate o el espejo que refleja la realidad de Cloaca (otra vez el fango, ¿recuerdan?), una ciudad que, a pesar de los nombres en español de sus calles, podría ser cualquier ciudad del mundo lo suficiente grande para que el légamo le rebose de las entrañas. Como todos los buenos detectives de leyenda, me refiero a los duros, esos a los que la vida ha hervido a conciencia, nuestro chófer no puede ocultar su alma de escritor, por eso sentencia en una de las últimas páginas: «Somos lo que vivimos, sin más. Y solo podemos escribir de ello». Alejandro Riera Guignet sabe cómo inventar una historia y, lo más difícil de todo: cómo contarla manteniendo la leve mariposa de la atención de quien lee adherida a esas páginas adhesivas, hasta llegar al curioso desenlace. Es la característica de las buenas historias. Una vez planteadas con solvencia y sabiduría, ya no dejamos de leer si el nivel se mantiene hasta el final. Riera Guignet cumple de sobra.


lunes, 30 de junio de 2025

Intermitencias

Bueno, ahora ya sabemos por qué los dos criminales de guerra más lamentablemente famosos del mundo ansiaban tanto la vuelta del Naranjito a la Casa Blanca. Lo conocen como si lo hubieran parido ellos mismos y lo saben manipular a las mil maravillas. Ahora, sin obstáculos de ninguna clase, ya puede uno de ellos dedicarse a echar bombas sobre la población civil de Ucrania, y el otro a masacrar gazatíes, especialmente a las mujeres y los niños, hasta que no quede de Gaza más que polvo y una montaña gigantesca de calaveras. Mientras tanto, la nueva administración estadounidense sigue trabajando activamente para culminar la demolición de la América que conocíamos hasta hace unos meses, ahora con el llamado decreto BBB (Big, Beautiful Bill) que se está discutiendo en estos momentos en la Cámara Alta para su aprobación en el Congreso y del que nadie nos librará, a menos que algunos senadores conservadores sean lo suficiente valientes para oponerse a ese descomunal despropósito cuyo principal objetivo, para decirlo pronto y claro, y ahorrarme así una exposición demasiado larga, es quitarle a los pobres lo poco que tienen para dárselo a los obscenamente ricos. Es la filosofía del conservadurismo radical del país: los pobres tienen la culpa de su pobreza y no hay que darles absolutamente nada. Que se mueran y que desaparezcan. Los ricos, sin embargo, sabrán hacer buen uso de ese dinero. Mejor dárselo a ellos. Piensan así que, por un lado, los ricos se verán estimulados a invertir y crear trabajos, y los pobres aceptarán salarios cada vez más bajos para ocupar esos trabajos, con lo que Estados Unidos —calculan ellos— podrá competir por fin con países como China: con una mano de obra súper barata de obreros-esclavos que duerman literalmente en las mismas fábricas. Pero eso ya no es cierto ni en China, un “enemigo” al que deberían conocer mejor. La fórmula es vieja y nunca ha funcionado. Libertad, igualdad, fraternidad. Ninguna de ellas queda ya en los Estados Unidos, y la última, que nadie se engañe: ni los más viejos del lugar recuerdan que la haya habido alguna vez. La Casa Blanca se ha vuelto una fábrica de mentiras, de desinformación y de propaganda. El Ministerio de Comercio debería llamarse más bien el Ministerio de Aranceles y Extorsión Comercial. El Naranjito no quiere tratos comerciales con otros países que sean beneficiosos para las dos partes. Como los malos vendedores, considera que, si el otro no pierde, y por mucho, él no gana. Quiere fardar ante el país y poder decir: ¿Ven? ¡Se la he metido doblada! Me recuerdan a los vendedores de Hipermueble de Málaga, donde tuve la desgracia de trabajar a finales de los noventa. Cada vez que engañaban a un cliente y conseguían colocarle un sobreprecio, hacían una fiesta. En fin, ¿qué les voy a decir de la situación de los Estados Unidos de América? Mejor no les digo nada, porque, por fortuna para mí, estos días estoy lejos, en Montevideo, la capital uruguaya, y las noticias me llegan algo amortiguadas, lo cual el cuerpo, pero sobre todo la mente, lo agradecen muchísimo. Al principio, cuando llegué a la ciudad, me parecía que los montevideanos fumaban mucho en pipa, incluso las mujeres, hasta que me di cuenta de que no, que lo que hacen es beber mate todo el tiempo. Fuera bromas, el utensilio que usan para beber mate, compuesto de cuenco y bombilla, se parece bastante a la famosa pipa de calabaza de Sherlock Holmes y lo sostienen en la mano de tal forma que parece una de esas pipas. Hay otros viandantes que pasean por la arteria principal de la urbe, la Avenida 18 de Julio, con lo parece una de esas cajas típicas que usan los limpiabotas para llevar sus adminículos. Pero no son limpiabotas, no; en estas cajas como de limpiabotas, provistas de un asa en centro, no llevan betunes y cepillos sino todos los elementos que necesitan para la preparación y degustación del mate en todo lugar y momento: un termo con agua caliente, la cazoleta, la bombilla y la hierba. El invierno aquí acaba de empezar. Oficialmente lo hizo hace diez días, el 20 de este mes y termina, también oficialmente, el 22 de septiembre, fecha del equinoccio de primavera. Y sí, hace frío, pero nada comparable al frío invernal de Nebraska, donde yo vivo. Los montevideanos se abrigan hasta los ojos: gorros, bufandas, abrigos, guantes, botas. Solo dejan sino una rendija para que los ojos puedan ver por dónde camina uno. Así nos abrigamos en Nebraska cuando estamos a quince o veinte grados Celsius bajo cero y la sensación real de frío alcanza los menos treinta o menos treinta y cinco. Pero uno acaba siendo influido por el entorno y ya me abrigo como ellos, no vaya a ser que coja una gripe y se me chafe la estancia. He venido con una beca de investigación de la universidad. Trabajo todos los días unas horas examinando documentos y microfilmes en la Biblioteca Nacional de Uruguay y en la Hemeroteca del Palacio Legislativo. Lo bueno de las bibliotecas es que son como un país que uno conoce ya de sobra. Da igual si está uno en Lincoln, Málaga o Montevideo. Son todas más o menos iguales: acogedoras, amplias, silenciosas, llenas de libros. Son como una ciudad a su manera, si me siguen la metáfora: conocemos bien sus calles y edificios y no ignoramos donde se aloja todo el mundo, en especial las personas que queremos visitar.

jueves, 12 de junio de 2025

El sueño americano cuesta ahora cinco millones de dólares

Este ya no es país para pobres. Hay que subrayar el contraste: mientras los esbirros del ICE hacen redadas en las empacadoras de carne de Nebraska, en los puntos de captación de jornaleros diarios de California, en las grandes huertas y labrantíos de todo el Medio Oeste, o directamente se emboscan a la salida de los tribunales de inmigración de las grandes ciudades, la nueva administración acaba de lanzar hoy mismo la muy ponderada Tarjeta de Oro con la efigie del Naranjito y la conspicua imagen de la Estatua de la Libertad estampadas en ella. ¿Y el precio de esta nueva engañifa? Cinco millones del ala. América ya no quiere pobres que vengan a hacer los trabajos que los gringos desprecian. Quiere atraer a los grandes ricos del mundo. Pero yo me pregunto ¿quién con dos dedos de frente va a querer venir a América a hacer su sueño americano si le sobran ya cinco millones de dólares para comprar un pedazo de cartón dorado? Vendrán tal vez los oligarcas rusos, los jeques árabes o los mafiosos de todos los rincones del mundo que con dicha tarjeta podrán realizar sus turbias operaciones aquí. A los pobres ni agua. ¡Qué digo agua! A los pobres, palo y grilletes; a los mafiosos que vengan en su propio jet, alfombra roja. Vamos, que a América ya no la conoce ni la madre que la parió. El gobierno justifica esta escabechina de temporeros hispanos y no se cansa de gritar que hay que limpiar los Estados Unidos de los veinte millones de criminales, asesinos, violadores, terroristas, pandilleros y enfermos mentales que entraron en el país durante el gobierno anterior. Para cumplir tal objetivo habría que expulsar a cinco millones de personas por año de gobierno, pero enseguida se les acabaron los criminales de verdad y los que tenían alguna multa de tráfico, así que ahora van a por los trabajadores de las fábricas y los temporeros agrícolas que jamás han cometido ni la más leve infracción. La ministra de (des)información del nuevo gabinete no se cansa de machacarnos diciendo que los inmigrantes ilegales son todos criminales por el mero hecho de haber entrado sin permiso en el país. Pero ¿qué es lo que oyen en realidad los americanitos de a pie? Algo parecido a esto: hay que echarlos porque son pobres, son feos, son bajitos, tienen la piel oscura y hablan español. Make America Blonde Again [hay que hacer que América vuelva a ser rubia de nuevo], parece ser el lema de moda. Pero no me malinterpreten. Les puedo asegurar que los americanos, en su mayoría, están encantados con esta nueva política de normalización del racismo. Incluso los de origen hispano que votaron por el Naranjito. El país ya no quiere más pobres. El trabajo duro ya no vale. Ahora el permiso de residencia está en venta: cinco millones de dólares.

lunes, 31 de marzo de 2025

Una biblioteca

Empecé a frecuentar la biblioteca municipal de mi pueblo cuando yo andaba por los diez u once años. Estaba al lado de la escuela de Don Paco, que ya no existe, claro. (Lo único que queda de ella es, ahora mismo, lo poco que hay de ella en mi cerebro. A esta escuela la llamaban oficialmente Grupo Escolar. Nos daban un vaso de leche a media mañana. Era leche en polvo, y la batíamos los propios alumnos, armados con lo que a mí me parecían entonces cucharones gargantuescos. Yo aborrecía aquel vaso de leche porque tenía grumos y no sabía a nada, en comparación con la excelente y fresca leche de vaca que los campesinos de los alrededores nos traían cada mañana a casa en botellas de vino recicladas como litronas de leche). Enfrente del Grupo Escolar, al otro lado de la carretera y un poco a la izquierda, había una casa abandonada que nosotros conocíamos como «la casa misteriosa». Pero ya hablaré en otra ocasión de esa casa. Quien cuidaba de la biblioteca en los años en que yo la frecuenté (y yo solo podía visitarla en el verano porque entonces estudiaba en el Seminario Menor de Orense en régimen de internado) era Antonio Rodríguez, el compañero de trabajo de mi padre en la Caja de Ahorros. No sé bien si lo hacía para ocupar con algo las tardes (para entonces los empleados de la Caja empezaron a disfrutar de horario de funcionarios, es decir que cerraban a las tres) o porque había dejado de trabajar allí. Por entonces yo ya no iba casi nunca a la oficina de mi padre y no estaba muy al tanto de lo que sucedía en la sucursal. También es que el trabajo de mi padre había dejado de importarme, supongo. Antonio era un hombre afable y muy generoso que me trataba siempre con mucha deferencia por ser hijo de Pepe, su compañero de trabajo en la Caja. La biblioteca estaba bien surtida, al menos para un chaval como yo. A partir de los doce y trece años, empecé a leer mucho durante los veranos. Ya no me interesaban los juegos ni salir con la pandilla al campo a jugar a los vaqueros y los indios con arcos y flechas hechas estas con varas de abedul, y por ello muy flexibles, y ciertamente destructivas. Me iba a la Casa Vieja que, entonces ya deshabitada, la tenía toda para mí solo, y me ponía a leer en la mesa camilla de pino, con la plataforma inferior para el brasero, que permaneció allí siempre como testigo del mobiliario, digamos prehistórico de mi familia, y que murió con el derribo de la casa cuando ésta se vendió, me imagino. Mis padres la dejaron allí en la galería donde había estado siempre cuando nos mudamos todos a la Casa Nueva, situada al fondo del solar. La galería estaba orientada al oeste y siempre muy bien iluminada, sobre todo a partir del mediodía. Entonces me interesaba mucho la astronomía y sacaba de la biblioteca libros sobre la materia. Libros que se titulaban El Universo. Tomos muy voluminosos, que parecían prometer un saber muy vasto y muy sólido. Otro libro de aquellos veranos era una Historia de la aviación, que me hacía soñar con volar algún día. Antonio siempre me dejaba llevar más libros de los reglamentarios. Eran tomos enormes, de tapa dura, creo que de la editorial Gil y Gaya. Estaban ilustrados con grabados y, todo lo más, con fotos en blanco y negro. Por esa época conseguí un telescopio, aunque se trataba más bien de un catalejo, ya un tanto abollado de pasar de mano en mano —y ya no recuerdo para nada qué casualidad o carambola de la vida lo puso en mis manos aquel verano— y con ayuda de él escrutaba el cielo al anochecer. Ver los planetas un poquito más de cerca, aunque sólo fuera un aumento de unas cuantas décimas de milímetro de su diámetro, resultó una experiencia extraordinaria. Después me dio por otras lecturas, como los libros de la serie Tarzán, de Edgar Rice Burroughs, que eran novelas muy gordas y de tipografía muy apretada que tenían muy poco que ver con los tebeos de Tarzán que compraba en la Librería Blanca o en la Piñela. Otro año fue la poesía: encontré allí las obras de un poeta gallego modernista (sólo que entonces no sabía lo que era el modernismo, menos aún lo que implicaba ser un poeta modernista o incluso, sencillamente, ser un poeta gallego) llamado Antonio Rey Soto en una magnífica edición en varios tomos (creo que eran tres) realizada en Orense. Todavía recuerdo los títulos de dos de aquellos libros: Nido de áspides y El crisol del alquimista. Aquellas palabras extrañas (áspides, crisol) resonaban en mi cerebro como campanadas de pesado y solemne bronce. En otra ocasión, más adelante, les tocó el turno a los tres tomos del Diccionario de autores de Bompiani, que peiné en busca de vidas de autores interesantes. Me atraían sobre todo los extravagantes y trágicos. Fue allí donde descubrí a Delmira Agustini, a Julio Herrera y Reissig, a Dino Campana, a Fernando Pessoa, a Aloysius Bertrand, a Georg Trakl, a Thomas Chatterton, a Raymond Radiguet mucho antes de leer sus obras. Lo primero en que me fijaba era en las fechas de nacimiento y muerte. Si habían vivido vidas largas, los descartaba enseguida. Así se iban a la porra Hugo, Goethe, Thomas Mann y tantos otros, y me quedaba con un puñado de nombres raros y obras fantasmagóricas que tardaría mucho en conocer. Sólo me detenía en los suicidas, en los que habían tenido vidas cuanto más cortas mejor, en los casos extraños, en los escritores asesinados. Por allí no iba casi nadie entonces. (¿Quién iba a perder el tiempo maravilloso del verano encerrado en una biblioteca leyendo libros raros?) Muchas veces estábamos él, me refiero a Antonio, el cuidador de la biblioteca, y yo solos y en silencio. A veces entraba alguna chica, a la que yo miraba con curiosidad y una vaga y desconcertante emoción que ahora diría de deseo pero que entonces no sabía muy bien lo que era. Él aprovechaba para leer en silencio en su escritorio, siempre con un cigarrillo en los dedos, yo buscaba en las estanterías. En aquella época creía que la edad de 24 años tardaría mucho en llegar y que sería una edad idónea para morir, al menos si uno decidía ser escritor, como parecía que yo quería ser. Hoy tengo 65 y espero vivir, con algo de suerte, otros veinticuatro más (pero lo veo difícil; tendría que esforzarme mucho). Y, claro, soy escritor porque sigo escribiendo estas tonterías, no porque viva de ello.

lunes, 27 de enero de 2025

Máquinas de escribir

Andraz Lazic: Poet for Hire (unsplash.com)
Andraz Lazic: Poet for Hire [unsplash.com]

Mi padre trabajaba en el Banco Pastor de Xinzo de Limia. Es decir, en una mesa, detrás de una máquina de escribir. El Banco Pastor estaba entonces en un local tan pequeño que apenas cabrían dos escritorios, uno detrás de otro, y el primero lo ocupaba mi padre, que entonces rondaría por los cuarenta y pocos años. De sus trabajos anteriores, no tengo ni idea. Se pierden como en una nebulosa. Sé que había sido reportero o corresponsal para
La Región (y debió de haber dejado buenos amigos allí, pues no sé cómo consiguió, mucho después, publicar 
un día una composición mía en ese diario, cuando yo tenía apenas doce años). No sé muy bien de dónde sale la imagen, pero en mi cabeza lo veo, trajeado de gris, con una cámara fotográfica entre los guardias civiles que fueron a levantar el cadáver de un ahogado a la orilla del río Limia. Pero esta tal vez sea una estampa mental espuria. (Es posible que proceda de alguna película de cine, pues es un recuerdo, curiosamente, en blanco y negro, y cuando mis padres introdujeron en casa la primera televisión en color yo ya me había ido de allí.) También supe un día que había llevado las cuentas o trabajado como contable cuando se construyó la Iglesia Nueva del pueblo. De todo eso no tengo recuerdos fiables. Sólo la imagen, ésta sí real, en colores, de un libro de contabilidad visto más tarde, en el que había asientos hechos a pluma y con muy buena letra relacionados con la construcción de esa iglesia. Mi padre tenía una letra muy regular y hermosa, aunque me sobrarían dedos en una mano si tuviera que contar las cartas que me envió. Mi impresión es que eran trabajos ocasionales y precarios, muy mal pagados, con los que apenas se podría mantener a una familia de tres, cuatro hijos que seguía creciendo y se completaría con el hermano número siete. Pero el primer recuerdo real es el de aquella sucursalita del Banco Pastor, al lado de lo del Carrazoni, que era la droguería del pueblo y donde mi madre más tarde compraría una de esas cajas de detergente Ajax que traían un soldadito de plástico dentro, o más bien el caballero blanco de los anuncios. Aún veo la pequeña caja fuerte del Banco Pastor, empotrada en la pared, a la altura del pecho de un adulto, con su rueda fenomenal en el medio, como el timón de un barco que hubiese encallado en aquel bajo (pero yo aún no había visto un barco en mi vida, ni siquiera en el cine; entonces ni siquiera habían llegado las primeras televisiones al pueblo). Me tocaba pasar por allí de camino a casa, cuando salíamos de la Escuela de Don Paco, que era como le llamábamos al Grupo Escolar, la escuela del pueblo. Aquel trabajo en el Banco Pastor fue importante para mi padre, pues era muy bueno con los números, y un administrativo probo y trabajador, educado y con estudios, pero sin dárselas de enterado de todo, con cara de persona afable y muy honesta, la clase de empleados que los bancos rurales necesitaban entonces, supongo, si querían captar los ahorros que la gente del pueblo guardaba debajo de los colchones. Así que cuando la flamante Caixa de Aforros de Ourense instaló una sucursal en el pueblo, llamaron a mi padre para trabajar con ellos. Aunque sabía hablarlo muy bien mi padre nunca nos hablaba en gallego; eso se lo dejaba a mi madre; él siempre decía la Caja). La sucursal estaba casi a la salida del pueblo, por la carretera que iba a A Coruña, más o menos a la altura del Bar del Marucho, solo que en la acera de enfrente. El bar del Marucho (y ahora la flamante Caja de Ahorros) era lo último que había en el pueblo. Marcaba para mí el límite entre lo conocido y lo desconocido que se extendía más allá. A mí y a mi hermano nos gustaba mucho ir a ese bar, que tenía periquitos azules, amarillos y verdes en una jaula de alambre dorado en una esquina, colgada de un palo vertical en forma de bastón, como si fuera una percha. Era una cafetería muy bien iluminada porque el edificio formaba esquina en el límite del pueblo y toda la pared que daba a la carretera y la pared que hacía esquina no eran en realidad paredes, sino ventanas. Tenía pequeñas mesitas redondas de tres patas de tubo y encima de ellas había ceniceros triangulares de aluminio de Cinzanno. Mi padre acostumbraba a ir allí después del trabajo, para tomar café y fumar un cigarrillo. Cuando mi hermano y yo íbamos con mi padre nos pedía una Fanta para los dos (la economía familiar entonces no daba para dos Fantas) la cual compartíamos midiendo con absoluta precisión los niveles de cada uno poniendo los vasos de tubo juntos. La cafetería la acababan de montar y todo parecía nuevo entonces. Nunca me enteré de que, en realidad, se llamaba pomposamente Cafetería Pompeya. Nosotros siempre la conocimos como o bar do Marucho. Estaba en la avenida de Orense y justo en esa esquina, me parece, salía, en dirección noroeste, una carretera que iba, si no estoy equivocado, a un pueblo llamado Vilar de Santos y a algún otro más alejado. Por esa carretera se llegaba también a Celanova. La carretera no estaba asfaltada, era una calzada de tierra erizada de piedras con los arcenes protegidos por una hilera de árboles, de la variedad conocida como sicomoros o plátanos de sombra, cuyos troncos estaban pintados a la cal hasta cierta altura. Me intrigaba mucho el que los hubieran pintado de blanco. Pero más allá de las preventivas razones de aquella pintura me gustaba el efecto que producían, sobre todo de noche. Llegué a conocer aquella carretera muy bien porque mi padre nos solía llevar por allí algunos días cuando empezó a trabajar en la Caja de Ahorros. No sé cuántos compañeros eran en la Caja. A mi cabeza saltan sólo tres nombres: Jesús, el Jero, y Antonio. No sé si debo escribir Jero con J o con G, porque el apodo respondía a un nombre, Jerónimo, que he visto muchas muchas veces escrito con J y otras muchas con G. Jesús era el director de la sucursal y, al principio, el único que tenía coche. Un Seat 600 de color beige. Jesús solía llevarse a mi padre en sus excursiones a los pueblos pequeños donde la Caja estaba abriendo oficinas, que a veces no eran más que un cartel colgado en la puerta de un bajo y, dentro, una mesa y un par de sillas. No sé muy bien cuál era el cometido de esos viajes, pero me imagino que iban a ensañar el oficio a los del pueblo, o tal vez a auditar las cuentas de las pequeñas sucursales que la Caja de Ahorros estaba abriendo por todas partes, a la ola de ahorro que había levantado un anuncio de la Caja que se oía en todas partes, acompañado con el dibujo de una hucha con la ranura para echar los duros como una boca sonriente: «Familia que ahorra, familia feliz». Mi padre solía llevarnos a mi hermano y a mí a esas excursiones. Especialmente a la sucursal de Blancos, que era un pueblo que estaba en las montañas. A mí me gustaba el viaje por aquella carretera pedregosa que empezaba cuando acababa el pueblo en el bar del Marucho, la cual debía de ser una tortura para el pobre utilitario de Jesús. Pero lo que más me gustaban eran las máquinas de escribir de los despachos de la Caja o de las sucursalitas que íbamos a visitar. Mi padre escribía sólo con los dos índices, como si fueran los picos de un gran pajarraco acribillando los granos de maíz de las teclas. Lo hacía con lo que a mí me parecía una velocidad de vértigo. Como una metralleta. Y el tableteo era increíble. Algo muy poderoso. Mi padre metía las cartillas de ahorro por la barra del rodillo y escribía en ellas las entradas y salidas. En casa nunca tuvimos máquina de escribir. Tampoco tuvimos coche. No estaba el horno para bollos, como solía decir mi padre. Es decir, que nunca había un puñetero duro para nada. Pero a mí me fascinaban aquellas máquinas de su oficina o de las oficinas a donde iba con su jefe, de las que salían renglones de letras y de símbolos. Yo era un niño muy tímido y siempre esperaba que mi padre me dejase poner un trozo de papel en el rodillo y empezar a aporrear las teclas. A veces me daba permiso. Escribía en la página y luego me iba con ella y me quedaba extasiado mirando fijamente las letras, sus formas, su efecto, los símbolos extraños. Volvíamos de noche a casa, por la misma carretera, donde la cal o la pintura blanca relumbraba bajo los faros del seiscientos, mi padre y el Jesús fumando y hablando de sus cosas, mi hermano y yo peleándonos o medio dormidos en el asiento de atrás, añadiendo así nuestro movimiento a los trompicones de aquella carretera. Qué niños debíamos ser que aquel asiento de atrás del seiscientos me parecía casi tan grande como el sofá de escay verde que teníamos en el salón, y mi hermano y yo teníamos sitio allí para pelearnos y hasta para tumbarnos a dormir. No tuve una máquina de escribir propia hasta los veintidós años o por ahí, cuando vivía en Venezuela y pude comprar una a crédito. Pagué la primera letra con un cheque que me dieron en el trabajo. La empresa no iba bien y el cheque no tenía fondos, así que al cabo de unas pocas semanas el vendedor vino a por ella, a canjeármela por el cheque sin fondos que mi jefe me había dado. Lo siento, pero me la tengo que llevar, me dijo, con un suspiro de alivio al ver que yo, con todo el dolor de mi alma, la dejaba ir sin oponer resistencia. En Puerto Ordaz escribía con una máquina de escribir norteamericana que me habían prestado en la casa donde vivía. Era portátil y tenía un estuche marrón claro con cremallera. Era pequeña y muy cómoda y tenía unos tipos preciosos. Pero, como era americana, no tenía los signos de apertura de interrogación y admiración. Esto me fastidiaba sobremanera. En el año que la tuve escribí algunos poemas extensos y pasé a limpio muchos más. No sé dónde se quedaron o adónde fueron a parar. Yo creía que la clave para ser escritor era tener una buena máquina de escribir. Eso de transferir al instrumento la eficacia y la belleza de lo que se escribe fue una de las grandes supersticiones que tuve que superar. También pensaba que las cartas a bolígrafo no podían ser buenas cartas. Las mejores cartas del mundo eran las que se escribían con una pluma, a ser posible de marca Mont Blanc. Tal vez por eso casi no escribía cartas entonces. Nunca pude comprarme una Mont Blanc. Extraños pensamientos para un pobre de solemnidad como lo he sido toda la vida. En Venezuela me las apañé para encontrar siempre una máquina de escribir. En San Antonio de los Altos viví en un apartamento donde dormía en un sofá cama pequeñísimo, al lado de un balcón, en una bonita urbanización llamada La Morita. En ese balcón, que usaban como cuarto de los trastos, encontré una máquina de escribir. Tenía una letra cuadrada sin serifa que no me gustaba nada. Pero era una máquina de escribir. Escribí muchos poemas surrealistas con ella. Me las arreglé para montar en ese balcón mi escritorio. La familia de mi novia, cuando vivía en La Victoria, tenía una Underwood de color azul bastante antigua. Muy pesada y aparatosa. Tenía ya muchos achaques y no imprimía bien algunos tipos. Los puntos y las oes, por ejemplo, y lo mismo el ojo de la “e” se imprimían con tal fuerza que perforaban la hoja, la cual se quedaba como esas tarjetas de IBM de los comienzos de la informática, sobre todo porque yo nunca aprendí a escribir en una máquina. Siempre escribí como mi padre, con los índices y a base de tabletear con mucha fuerza. Por fin, hacia 1992, ya de vuelta en España y residiendo en Málaga, mi vida se sosegó bastante. Tenía un trabajo estable y por fin pude comprarme una máquina de escribir propia. Era una Olympia AEG eléctrica, a la que se le podían cambiar las margaritas tipográficas. Con ella escribí muchos de los artículos que publiqué durante aquellos años en un periódico malagueño. Llegué a la máquina de escribir muy tarde (como a todo en la vida). Para entonces, todo el mundo estaba cambiándose a los ordenadores. Yo compré mi primer ordenador en 1995, cuando tenía 35 años. Tuve que hacerlo a crédito porque costaba 250.000 pesetas (que en aquella época eran más de dos meses de mi salario). Era un Performa 475 de McInthosh. Me duró unos cinco años, hasta que el monitor se apagó para siempre y no pude reemplazarlo porque el modelo se había quedado ya obsoleto. Los ordenadores han hecho el oficio de escritor mucho más fácil. Ahora escribo en un portátil. No es mío. Es un portátil de la universidad que tendré que devolver cuando me echen o me jubile. Así que sigo usando las máquinas de escribir de otros. En esto no he cambiado nada. En algo que tampoco he cambiado es que sólo sé escribir usando los dedos índices. En esto sigo el ejemplo de mi padre. No me sirvieron de nada las lecciones de mecanografía que tomé cuando vivíamos en el piso de la plazoleta de los taxis de Xinzo de Limia, como la llamábamos. La placita que está frente a la Iglesia Nueva del pueblo (esa iglesia de cuyas cuentas se encargó mi padre cuando la construyeron, como dije arriba). Hoy es la plaza Xoán XXIII y es peatonal. Nosotros vivimos por unos años allí, en un piso de la primera planta del edificio que hace esquina con la avenida principal, frente a la farmacia. En el último, que era una especie de ático de aspecto muy bohemio, había una academia de mecanografía a la que fue por algún tiempo mi hermana mayor. Yo también fui, pero por muy poco tiempo. Me gustaba mucho esa academia porque a ella iban muchas chicas guapas a aprender mecanografía. Todas tecleando sus máquinas de escribir como si fueran pianos y sacando una especie de música que a mí me parecía celestial. Por las ventanas entraban los aromas de la primavera, los gritos de las golondrinas que pasaban como flechas estridentes frente a las ventanas abuhardilladas, en aquellos cielos azules de azulejo, encima de las frondas verdes y perfumadas de los sicomoros y el rumor del pueblo que se afanaba allí abajo. Creo que fue un primer atisbo de lo que era la bohemia romántica, la de las cigarras felices en verano pero incapaces de prever las nieves del invierno. Me olvidé enseguida de todo lo que aprendí y nunca he conseguido escribir con más de dos o tres dedos. De aquel taller de mecanografía, donde varias máquinas sonaban al unísono, me parecía que podían salir decenas de poemas y de cuentos por hora, como una especie de fábrica de literatura. En cambio, lo que hacíamos era aprender a teclear las mismas letras con los mismos dedos. (No me sirvió de mucho.) Me gustaba asomarme a las ventanas de aquella academia y ver los árboles desde arriba, con las golondrinas ya de vuelta en el pueblo, chillando como locas por el aire de la plazuela. Había ocho árboles, creo; cuatro en cada acera, y entre árbol y árbol se intercalaban los taxis, agazapados en la sombra espesa que proporcionaban. Un día a principios de agosto nos bajamos del piso y mi padre nos montó a todos en uno de esos taxis, y nos llevó a Samil, en Vigo. No fue esa la primera vez que vi el mar, pero sí la primera vez que nos fuimos de vacaciones a la playa.