sábado, 13 de septiembre de 2025

Luna de asfalto, novela de Riera Guignet

 


En un video de presentación de su novela Luna de asfalto (en el canal de YouTube «El envés de la página», n.º 67), su autor citaba el famoso dicho de Stendhal sobre la novela, el que la equipara a un espejo que refleja la realidad: Un roman est un miroir qui se promène sur une grande route. La novela negra también asume esa tarea reflectora, aunque con una agresiva insistencia en lo que el propio Stendhal señalaba en el mismo pasaje: que el espejo también puede reflejar el fango de la vida. De Luna de asfalto podría decirse algo similar. Salvo que hoy en día, sospecho, la novela negra es más bien un espejo que refleja la realidad… de otras novelas negras anteriores y de muchas películas. Lo que quiero decir es que la novela negra es ahora, en gran medida, un género de laboratorio. Si como espejo de la realidad todavía refleja algunos vislumbres de ella, esos visos suelen ser de segunda mano. En muchos casos, es un producto que se retroalimenta de otros productos similares, condenado a una endogamia crónica. Algo de esto hay en la novela de Riera Guignet, que no necesita la aclaración del subtítulo («Bécquer en novela negra») para que un lector medianamente enterado perciba enseguida las muchas indicaciones que en la novela apuntan a la obra narrativa de Bécquer, aunque la mayoría sean solo alusiones anecdóticas o se limiten al mero nivel estructural del relato. Digámoslo de otra manera: en esa fórmula de laboratorio que es Luna de asfalto, algunos de los reactivos son becquerianos, pero son solo eso: sustancias químicas para precipitar un resultado, el de un relato original y novedoso, con su sorpresa final incluida. El producto es, en definitiva, una novela que se lee muy bien; está escrita en un estilo tan claro como terso, sin florituras ni adjetivos innecesarios; y exhibe un ritmo bien trabado y sostenido y una trama interesante. Todo lo cual hace que resulte difícil dejarla una vez iniciada la lectura, que es la condición primordial de cualquier novela negra realmente resultona. Además, contiene la perfecta cantidad de palabras que Borges exigía para un relato de esta índole. A ello hay que añadir una presentación muy atractiva desde el punto de vista editorial: excelente composición de portada, buen papel y calidad tipográfica, todo ello debido al buen hacer de Yeray Ediciones, consagrada a la publicación de «todos esos… libros extraños e inquietantes» que pueblan un ya extenso catálogo de lo más curioso y sorprendente. Luna de asfalto —título magnífico para una novela de esta índole— está llena de salidas ingeniosas, dignas del pico de un Philip Marlowe: «Yo era un atleta para huir de los problemas. Convencía primero, y si no convencía, huía». Los guiños becquerianos están por todas partes: desde los títulos de los capítulos hasta alusiones transparentes como esta: «el órgano cubierto de polvo». Y en ese fango que el espejo narrativo refleja también hay lujazos expresivos, como ciertas metáforas de sólida catadura. Por ejemplo, el órgano sacerdotal que acabo de mencionar, comparado a «un fascinante animal con sus dientes blancos y su cabellera de tubos erizados». Por ejemplo, el sádico alcaide de la prisión donde el narrador comienza su relato, que «por la noche … se vuelve fluido como el aceite, como un reguero de grasa que se desplaza en las sombras», imagen soberbia que me recuerda algo al terminator malo de la segunda entrega del famoso universo fílmico. Por ejemplo, Mary, la Corza Blanca (otro guiño becqueriano), es descrita como un «pastelito de fresa en el escaparate de una ferretería macabra». El narrador, chófer del jefe de la mafia urbana local, se desplaza en una larga limusina negra que circula por las calles nocturnas con el sigilo de un lebrel, como si él mismo llevara al volante el escaparate o el espejo que refleja la realidad de Cloaca (otra vez el fango, ¿recuerdan?), una ciudad que, a pesar de los nombres en español de sus calles, podría ser cualquier ciudad del mundo lo suficiente grande para que el légamo le rebose de las entrañas. Como todos los buenos detectives de leyenda, me refiero a los duros, esos a los que la vida ha hervido a conciencia, nuestro chófer no puede ocultar su alma de escritor, por eso sentencia en una de las últimas páginas: «Somos lo que vivimos, sin más. Y solo podemos escribir de ello». Alejandro Riera Guignet sabe cómo inventar una historia y, lo más difícil de todo: cómo contarla manteniendo la leve mariposa de la atención de quien lee adherida a esas páginas adhesivas, hasta llegar al curioso desenlace. Es la característica de las buenas historias. Una vez planteadas con solvencia y sabiduría, ya no dejamos de leer si el nivel se mantiene hasta el final. Riera Guignet cumple de sobra.


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