En un video de presentación de su novela Luna de asfalto
(en el canal de YouTube «El envés de la página», n.º 67), su autor citaba el
famoso dicho de Stendhal sobre la novela, el que la equipara a un espejo que
refleja la realidad: Un roman est un miroir qui se promène sur une grande
route. La novela negra también asume esa tarea reflectora, aunque con una agresiva insistencia en lo que el propio Stendhal señalaba en el mismo pasaje: que el
espejo también puede reflejar el fango de la vida. De Luna de asfalto podría decirse algo similar. Salvo que hoy en
día, sospecho, la novela negra es más bien un espejo que refleja la realidad… de otras
novelas negras anteriores y de muchas películas. Lo que quiero decir es que la novela
negra es ahora, en gran medida, un género de laboratorio. Si como espejo de
la realidad todavía refleja algunos vislumbres de ella, esos visos suelen ser de
segunda mano. En muchos casos, es un producto que se retroalimenta de
otros productos similares, condenado a una endogamia crónica. Algo de esto hay en
la novela de Riera Guignet, que no necesita la aclaración del subtítulo
(«Bécquer en novela negra») para que un lector medianamente enterado perciba enseguida las
muchas indicaciones que en la novela apuntan a la obra narrativa de Bécquer,
aunque la mayoría sean solo alusiones anecdóticas o se limiten al mero nivel estructural del relato. Digámoslo
de otra manera: en esa fórmula de laboratorio que es Luna de asfalto,
algunos de los reactivos son becquerianos, pero son solo eso: sustancias
químicas para precipitar un resultado, el de un relato original y novedoso,
con su sorpresa final incluida. El producto es, en definitiva, una novela que
se lee muy bien; está escrita en un estilo tan claro como terso, sin florituras
ni adjetivos innecesarios; y exhibe un ritmo bien trabado y sostenido y una trama interesante.
Todo lo cual hace que resulte difícil dejarla una vez iniciada la lectura, que
es la condición primordial de cualquier novela negra realmente resultona.
Además, contiene la perfecta cantidad de palabras que Borges exigía para un
relato de esta índole. A ello hay que añadir una presentación muy atractiva
desde el punto de vista editorial: excelente composición de portada, buen papel
y calidad tipográfica, todo ello debido al buen hacer de Yeray Ediciones,
consagrada a la publicación de «todos esos… libros extraños e inquietantes» que
pueblan un ya extenso catálogo de lo más curioso y sorprendente. Luna de
asfalto —título magnífico para una novela de esta índole— está llena de
salidas ingeniosas, dignas del pico de un Philip Marlowe: «Yo era un atleta
para huir de los problemas. Convencía primero, y si no convencía, huía». Los
guiños becquerianos están por todas partes: desde los títulos de los capítulos
hasta alusiones transparentes como esta: «el órgano cubierto de polvo». Y en
ese fango que el espejo narrativo refleja también hay lujazos expresivos, como ciertas
metáforas de sólida catadura. Por ejemplo, el órgano sacerdotal que acabo de
mencionar, comparado a «un fascinante animal con sus dientes blancos y su
cabellera de tubos erizados». Por ejemplo, el sádico alcaide de la prisión
donde el narrador comienza su relato, que «por la noche … se vuelve fluido como el
aceite, como un reguero de grasa que se desplaza en las sombras», imagen
soberbia que me recuerda algo al terminator malo de la segunda entrega del
famoso universo fílmico. Por ejemplo, Mary, la Corza Blanca (otro guiño
becqueriano), es descrita como un «pastelito de fresa en el escaparate de una
ferretería macabra». El narrador, chófer del jefe de la mafia urbana local, se
desplaza en una larga limusina negra que circula por las calles nocturnas con el sigilo de un lebrel, como si él
mismo llevara al volante el escaparate o el espejo que refleja la
realidad de Cloaca (otra vez el fango, ¿recuerdan?), una ciudad que, a pesar de
los nombres en español de sus calles, podría ser cualquier ciudad del mundo lo
suficiente grande para que el légamo le rebose de las entrañas. Como todos los buenos detectives de leyenda, me refiero a los duros, esos a los que la vida ha hervido a conciencia, nuestro chófer no puede ocultar su alma de escritor, por eso sentencia en una de las últimas páginas: «Somos lo que vivimos, sin más. Y solo podemos escribir de ello». Alejandro Riera
Guignet sabe cómo inventar una historia y, lo más difícil de todo: cómo
contarla manteniendo la leve mariposa de la atención de quien lee adherida a esas páginas adhesivas, hasta llegar al curioso desenlace. Es la característica de las buenas
historias. Una vez planteadas con solvencia y sabiduría, ya no dejamos de leer
si el nivel se mantiene hasta el final. Riera Guignet cumple de sobra.
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