Empecé a frecuentar la biblioteca municipal de mi pueblo cuando yo andaba por los diez u once años. Estaba al lado de la escuela de Don Paco, que ya no existe, claro. (Lo único que queda de ella es, ahora mismo, lo poco que hay de ella en mi cerebro. A esta escuela la llamaban oficialmente Grupo Escolar. Nos daban un vaso de leche a media mañana. Era leche en polvo, y la batíamos los propios alumnos, armados con lo que a mí me parecían entonces cucharones gargantuescos. Yo aborrecía aquel vaso de leche porque tenía grumos y no sabía a nada, en comparación con la excelente y fresca leche de vaca que los campesinos de los alrededores nos traían cada mañana a casa en botellas de vino recicladas como litronas de leche). Enfrente del Grupo Escolar, al otro lado de la carretera y un poco a la izquierda, había una casa abandonada que nosotros conocíamos como «la casa misteriosa». Pero ya hablaré en otra ocasión de esa casa. Quien cuidaba de la biblioteca en los años en que yo la frecuenté (y yo solo podía visitarla en el verano porque entonces estudiaba en el Seminario Menor de Orense en régimen de internado) era Antonio Rodríguez, el compañero de trabajo de mi padre en la Caja de Ahorros. No sé bien si lo hacía para ocupar con algo las tardes (para entonces los empleados de la Caja empezaron a disfrutar de horario de funcionarios, es decir que cerraban a las tres) o porque había dejado de trabajar allí. Por entonces yo ya no iba casi nunca a la oficina de mi padre y no estaba muy al tanto de lo que sucedía en la sucursal. También es que el trabajo de mi padre había dejado de importarme, supongo. Antonio era un hombre afable y muy generoso que me trataba siempre con mucha deferencia por ser hijo de Pepe, su compañero de trabajo en la Caja. La biblioteca estaba bien surtida, al menos para un chaval como yo. A partir de los doce y trece años, empecé a leer mucho durante los veranos. Ya no me interesaban los juegos ni salir con la pandilla al campo a jugar a los vaqueros y los indios con arcos y flechas hechas estas con varas de abedul, y por ello muy flexibles, y ciertamente destructivas. Me iba a la Casa Vieja que, entonces ya deshabitada, la tenía toda para mí solo, y me ponía a leer en la mesa camilla de pino, con la plataforma inferior para el brasero, que permaneció allí siempre como testigo del mobiliario, digamos prehistórico de mi familia, y que murió con el derribo de la casa cuando ésta se vendió, me imagino. Mis padres la dejaron allí en la galería donde había estado siempre cuando nos mudamos todos a la Casa Nueva, situada al fondo del solar. La galería estaba orientada al oeste y siempre muy bien iluminada, sobre todo a partir del mediodía. Entonces me interesaba mucho la astronomía y sacaba de la biblioteca libros sobre la materia. Libros que se titulaban El Universo. Tomos muy voluminosos, que parecían prometer un saber muy vasto y muy sólido. Otro libro de aquellos veranos era una Historia de la aviación, que me hacía soñar con volar algún día. Antonio siempre me dejaba llevar más libros de los reglamentarios. Eran tomos enormes, de tapa dura, creo que de la editorial Gil y Gaya. Estaban ilustrados con grabados y, todo lo más, con fotos en blanco y negro. Por esa época conseguí un telescopio, aunque se trataba más bien de un catalejo, ya un tanto abollado de pasar de mano en mano —y ya no recuerdo para nada qué casualidad o carambola de la vida lo puso en mis manos aquel verano— y con ayuda de él escrutaba el cielo al anochecer. Ver los planetas un poquito más de cerca, aunque sólo fuera un aumento de unas cuantas décimas de milímetro de su diámetro, resultó una experiencia extraordinaria. Después me dio por otras lecturas, como los libros de la serie Tarzán, de Edgar Rice Burroughs, que eran novelas muy gordas y de tipografía muy apretada que tenían muy poco que ver con los tebeos de Tarzán que compraba en la Librería Blanca o en la Piñela. Otro año fue la poesía: encontré allí las obras de un poeta gallego modernista (sólo que entonces no sabía lo que era el modernismo, menos aún lo que implicaba ser un poeta modernista o incluso, sencillamente, ser un poeta gallego) llamado Antonio Rey Soto en una magnífica edición en varios tomos (creo que eran tres) realizada en Orense. Todavía recuerdo los títulos de dos de aquellos libros: Nido de áspides y El crisol del alquimista. Aquellas palabras extrañas (áspides, crisol) resonaban en mi cerebro como campanadas de pesado y solemne bronce. En otra ocasión, más adelante, les tocó el turno a los tres tomos del Diccionario de autores de Bompiani, que peiné en busca de vidas de autores interesantes. Me atraían sobre todo los extravagantes y trágicos. Fue allí donde descubrí a Delmira Agustini, a Julio Herrera y Reissig, a Dino Campana, a Fernando Pessoa, a Aloysius Bertrand, a Georg Trakl, a Thomas Chatterton, a Raymond Radiguet mucho antes de leer sus obras. Lo primero en que me fijaba era en las fechas de nacimiento y muerte. Si habían vivido vidas largas, los descartaba enseguida. Así se iban a la porra Hugo, Goethe, Thomas Mann y tantos otros, y me quedaba con un puñado de nombres raros y obras fantasmagóricas que tardaría mucho en conocer. Sólo me detenía en los suicidas, en los que habían tenido vidas cuanto más cortas mejor, en los casos extraños, en los escritores asesinados. Por allí no iba casi nadie entonces. (¿Quién iba a perder el tiempo maravilloso del verano encerrado en una biblioteca leyendo libros raros?) Muchas veces estábamos él, me refiero a Antonio, el cuidador de la biblioteca, y yo solos y en silencio. A veces entraba alguna chica, a la que yo miraba con curiosidad y una vaga y desconcertante emoción que ahora diría de deseo pero que entonces no sabía muy bien lo que era. Él aprovechaba para leer en silencio en su escritorio, siempre con un cigarrillo en los dedos, yo buscaba en las estanterías. En aquella época creía que la edad de 24 años tardaría mucho en llegar y que sería una edad idónea para morir, al menos si uno decidía ser escritor, como parecía que yo quería ser. Hoy tengo 65 y espero vivir, con algo de suerte, otros veinticuatro más (pero lo veo difícil; tendría que esforzarme mucho). Y, claro, soy escritor porque sigo escribiendo estas tonterías, no porque viva de ello.
lunes, 31 de marzo de 2025
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