lunes, 27 de enero de 2025

Máquinas de escribir

Andraz Lazic: Poet for Hire (unsplash.com)
Andraz Lazic: Poet for Hire [unsplash.com]

Mi padre trabajaba en el Banco Pastor de Xinzo de Limia. Es decir, en una mesa, detrás de una máquina de escribir. El Banco Pastor estaba entonces en un local tan pequeño que apenas cabrían dos escritorios, uno detrás de otro, y el primero lo ocupaba mi padre, que entonces rondaría por los cuarenta y pocos años. De sus trabajos anteriores, no tengo ni idea. Se pierden como en una nebulosa. Sé que había sido reportero o corresponsal para
La Región (y debió de haber dejado buenos amigos allí, pues no sé cómo consiguió, mucho después, publicar 
un día una composición mía en ese diario, cuando yo tenía apenas doce años). No sé muy bien de dónde sale la imagen, pero en mi cabeza lo veo, trajeado de gris, con una cámara fotográfica entre los guardias civiles que fueron a levantar el cadáver de un ahogado a la orilla del río Limia. Pero esta tal vez sea una estampa mental espuria. (Es posible que proceda de alguna película de cine, pues es un recuerdo, curiosamente, en blanco y negro, y cuando mis padres introdujeron en casa la primera televisión en color yo ya me había ido de allí.) También supe un día que había llevado las cuentas o trabajado como contable cuando se construyó la Iglesia Nueva del pueblo. De todo eso no tengo recuerdos fiables. Sólo la imagen, ésta sí real, en colores, de un libro de contabilidad visto más tarde, en el que había asientos hechos a pluma y con muy buena letra relacionados con la construcción de esa iglesia. Mi padre tenía una letra muy regular y hermosa, aunque me sobrarían dedos en una mano si tuviera que contar las cartas que me envió. Mi impresión es que eran trabajos ocasionales y precarios, muy mal pagados, con los que apenas se podría mantener a una familia de tres, cuatro hijos que seguía creciendo y se completaría con el hermano número siete. Pero el primer recuerdo real es el de aquella sucursalita del Banco Pastor, al lado de lo del Carrazoni, que era la droguería del pueblo y donde mi madre más tarde compraría una de esas cajas de detergente Ajax que traían un soldadito de plástico dentro, o más bien el caballero blanco de los anuncios. Aún veo la pequeña caja fuerte del Banco Pastor, empotrada en la pared, a la altura del pecho de un adulto, con su rueda fenomenal en el medio, como el timón de un barco que hubiese encallado en aquel bajo (pero yo aún no había visto un barco en mi vida, ni siquiera en el cine; entonces ni siquiera habían llegado las primeras televisiones al pueblo). Me tocaba pasar por allí de camino a casa, cuando salíamos de la Escuela de Don Paco, que era como le llamábamos al Grupo Escolar, la escuela del pueblo. Aquel trabajo en el Banco Pastor fue importante para mi padre, pues era muy bueno con los números, y un administrativo probo y trabajador, educado y con estudios, pero sin dárselas de enterado de todo, con cara de persona afable y muy honesta, la clase de empleados que los bancos rurales necesitaban entonces, supongo, si querían captar los ahorros que la gente del pueblo guardaba debajo de los colchones. Así que cuando la flamante Caixa de Aforros de Ourense instaló una sucursal en el pueblo, llamaron a mi padre para trabajar con ellos. Aunque sabía hablarlo muy bien mi padre nunca nos hablaba en gallego; eso se lo dejaba a mi madre; él siempre decía la Caja). La sucursal estaba casi a la salida del pueblo, por la carretera que iba a A Coruña, más o menos a la altura del Bar del Marucho, solo que en la acera de enfrente. El bar del Marucho (y ahora la flamante Caja de Ahorros) era lo último que había en el pueblo. Marcaba para mí el límite entre lo conocido y lo desconocido que se extendía más allá. A mí y a mi hermano nos gustaba mucho ir a ese bar, que tenía periquitos azules, amarillos y verdes en una jaula de alambre dorado en una esquina, colgada de un palo vertical en forma de bastón, como si fuera una percha. Era una cafetería muy bien iluminada porque el edificio formaba esquina en el límite del pueblo y toda la pared que daba a la carretera y la pared que hacía esquina no eran en realidad paredes, sino ventanas. Tenía pequeñas mesitas redondas de tres patas de tubo y encima de ellas había ceniceros triangulares de aluminio de Cinzanno. Mi padre acostumbraba a ir allí después del trabajo, para tomar café y fumar un cigarrillo. Cuando mi hermano y yo íbamos con mi padre nos pedía una Fanta para los dos (la economía familiar entonces no daba para dos Fantas) la cual compartíamos midiendo con absoluta precisión los niveles de cada uno poniendo los vasos de tubo juntos. La cafetería la acababan de montar y todo parecía nuevo entonces. Nunca me enteré de que, en realidad, se llamaba pomposamente Cafetería Pompeya. Nosotros siempre la conocimos como o bar do Marucho. Estaba en la avenida de Orense y justo en esa esquina, me parece, salía, en dirección noroeste, una carretera que iba, si no estoy equivocado, a un pueblo llamado Vilar de Santos y a algún otro más alejado. Por esa carretera se llegaba también a Celanova. La carretera no estaba asfaltada, era una calzada de tierra erizada de piedras con los arcenes protegidos por una hilera de árboles, de la variedad conocida como sicomoros o plátanos de sombra, cuyos troncos estaban pintados a la cal hasta cierta altura. Me intrigaba mucho el que los hubieran pintado de blanco. Pero más allá de las preventivas razones de aquella pintura me gustaba el efecto que producían, sobre todo de noche. Llegué a conocer aquella carretera muy bien porque mi padre nos solía llevar por allí algunos días cuando empezó a trabajar en la Caja de Ahorros. No sé cuántos compañeros eran en la Caja. A mi cabeza saltan sólo tres nombres: Jesús, el Jero, y Antonio. No sé si debo escribir Jero con J o con G, porque el apodo respondía a un nombre, Jerónimo, que he visto muchas muchas veces escrito con J y otras muchas con G. Jesús era el director de la sucursal y, al principio, el único que tenía coche. Un Seat 600 de color beige. Jesús solía llevarse a mi padre en sus excursiones a los pueblos pequeños donde la Caja estaba abriendo oficinas, que a veces no eran más que un cartel colgado en la puerta de un bajo y, dentro, una mesa y un par de sillas. No sé muy bien cuál era el cometido de esos viajes, pero me imagino que iban a ensañar el oficio a los del pueblo, o tal vez a auditar las cuentas de las pequeñas sucursales que la Caja de Ahorros estaba abriendo por todas partes, a la ola de ahorro que había levantado un anuncio de la Caja que se oía en todas partes, acompañado con el dibujo de una hucha con la ranura para echar los duros como una boca sonriente: «Familia que ahorra, familia feliz». Mi padre solía llevarnos a mi hermano y a mí a esas excursiones. Especialmente a la sucursal de Blancos, que era un pueblo que estaba en las montañas. A mí me gustaba el viaje por aquella carretera pedregosa que empezaba cuando acababa el pueblo en el bar del Marucho, la cual debía de ser una tortura para el pobre utilitario de Jesús. Pero lo que más me gustaban eran las máquinas de escribir de los despachos de la Caja o de las sucursalitas que íbamos a visitar. Mi padre escribía sólo con los dos índices, como si fueran los picos de un gran pajarraco acribillando los granos de maíz de las teclas. Lo hacía con lo que a mí me parecía una velocidad de vértigo. Como una metralleta. Y el tableteo era increíble. Algo muy poderoso. Mi padre metía las cartillas de ahorro por la barra del rodillo y escribía en ellas las entradas y salidas. En casa nunca tuvimos máquina de escribir. Tampoco tuvimos coche. No estaba el horno para bollos, como solía decir mi padre. Es decir, que nunca había un puñetero duro para nada. Pero a mí me fascinaban aquellas máquinas de su oficina o de las oficinas a donde iba con su jefe, de las que salían renglones de letras y de símbolos. Yo era un niño muy tímido y siempre esperaba que mi padre me dejase poner un trozo de papel en el rodillo y empezar a aporrear las teclas. A veces me daba permiso. Escribía en la página y luego me iba con ella y me quedaba extasiado mirando fijamente las letras, sus formas, su efecto, los símbolos extraños. Volvíamos de noche a casa, por la misma carretera, donde la cal o la pintura blanca relumbraba bajo los faros del seiscientos, mi padre y el Jesús fumando y hablando de sus cosas, mi hermano y yo peleándonos o medio dormidos en el asiento de atrás, añadiendo así nuestro movimiento a los trompicones de aquella carretera. Qué niños debíamos ser que aquel asiento de atrás del seiscientos me parecía casi tan grande como el sofá de escay verde que teníamos en el salón, y mi hermano y yo teníamos sitio allí para pelearnos y hasta para tumbarnos a dormir. No tuve una máquina de escribir propia hasta los veintidós años o por ahí, cuando vivía en Venezuela y pude comprar una a crédito. Pagué la primera letra con un cheque que me dieron en el trabajo. La empresa no iba bien y el cheque no tenía fondos, así que al cabo de unas pocas semanas el vendedor vino a por ella, a canjeármela por el cheque sin fondos que mi jefe me había dado. Lo siento, pero me la tengo que llevar, me dijo, con un suspiro de alivio al ver que yo, con todo el dolor de mi alma, la dejaba ir sin oponer resistencia. En Puerto Ordaz escribía con una máquina de escribir norteamericana que me habían prestado en la casa donde vivía. Era portátil y tenía un estuche marrón claro con cremallera. Era pequeña y muy cómoda y tenía unos tipos preciosos. Pero, como era americana, no tenía los signos de apertura de interrogación y admiración. Esto me fastidiaba sobremanera. En el año que la tuve escribí algunos poemas extensos y pasé a limpio muchos más. No sé dónde se quedaron o adónde fueron a parar. Yo creía que la clave para ser escritor era tener una buena máquina de escribir. Eso de transferir al instrumento la eficacia y la belleza de lo que se escribe fue una de las grandes supersticiones que tuve que superar. También pensaba que las cartas a bolígrafo no podían ser buenas cartas. Las mejores cartas del mundo eran las que se escribían con una pluma, a ser posible de marca Mont Blanc. Tal vez por eso casi no escribía cartas entonces. Nunca pude comprarme una Mont Blanc. Extraños pensamientos para un pobre de solemnidad como lo he sido toda la vida. En Venezuela me las apañé para encontrar siempre una máquina de escribir. En San Antonio de los Altos viví en un apartamento donde dormía en un sofá cama pequeñísimo, al lado de un balcón, en una bonita urbanización llamada La Morita. En ese balcón, que usaban como cuarto de los trastos, encontré una máquina de escribir. Tenía una letra cuadrada sin serifa que no me gustaba nada. Pero era una máquina de escribir. Escribí muchos poemas surrealistas con ella. Me las arreglé para montar en ese balcón mi escritorio. La familia de mi novia, cuando vivía en La Victoria, tenía una Underwood de color azul bastante antigua. Muy pesada y aparatosa. Tenía ya muchos achaques y no imprimía bien algunos tipos. Los puntos y las oes, por ejemplo, y lo mismo el ojo de la “e” se imprimían con tal fuerza que perforaban la hoja, la cual se quedaba como esas tarjetas de IBM de los comienzos de la informática, sobre todo porque yo nunca aprendí a escribir en una máquina. Siempre escribí como mi padre, con los índices y a base de tabletear con mucha fuerza. Por fin, hacia 1992, ya de vuelta en España y residiendo en Málaga, mi vida se sosegó bastante. Tenía un trabajo estable y por fin pude comprarme una máquina de escribir propia. Era una Olympia AEG eléctrica, a la que se le podían cambiar las margaritas tipográficas. Con ella escribí muchos de los artículos que publiqué durante aquellos años en un periódico malagueño. Llegué a la máquina de escribir muy tarde (como a todo en la vida). Para entonces, todo el mundo estaba cambiándose a los ordenadores. Yo compré mi primer ordenador en 1995, cuando tenía 35 años. Tuve que hacerlo a crédito porque costaba 250.000 pesetas (que en aquella época eran más de dos meses de mi salario). Era un Performa 475 de McInthosh. Me duró unos cinco años, hasta que el monitor se apagó para siempre y no pude reemplazarlo porque el modelo se había quedado ya obsoleto. Los ordenadores han hecho el oficio de escritor mucho más fácil. Ahora escribo en un portátil. No es mío. Es un portátil de la universidad que tendré que devolver cuando me echen o me jubile. Así que sigo usando las máquinas de escribir de otros. En esto no he cambiado nada. En algo que tampoco he cambiado es que sólo sé escribir usando los dedos índices. En esto sigo el ejemplo de mi padre. No me sirvieron de nada las lecciones de mecanografía que tomé cuando vivíamos en el piso de la plazoleta de los taxis de Xinzo de Limia, como la llamábamos. La placita que está frente a la Iglesia Nueva del pueblo (esa iglesia de cuyas cuentas se encargó mi padre cuando la construyeron, como dije arriba). Hoy es la plaza Xoán XXIII y es peatonal. Nosotros vivimos por unos años allí, en un piso de la primera planta del edificio que hace esquina con la avenida principal, frente a la farmacia. En el último, que era una especie de ático de aspecto muy bohemio, había una academia de mecanografía a la que fue por algún tiempo mi hermana mayor. Yo también fui, pero por muy poco tiempo. Me gustaba mucho esa academia porque a ella iban muchas chicas guapas a aprender mecanografía. Todas tecleando sus máquinas de escribir como si fueran pianos y sacando una especie de música que a mí me parecía celestial. Por las ventanas entraban los aromas de la primavera, los gritos de las golondrinas que pasaban como flechas estridentes frente a las ventanas abuhardilladas, en aquellos cielos azules de azulejo, encima de las frondas verdes y perfumadas de los sicomoros y el rumor del pueblo que se afanaba allí abajo. Creo que fue un primer atisbo de lo que era la bohemia romántica, la de las cigarras felices en verano pero incapaces de prever las nieves del invierno. Me olvidé enseguida de todo lo que aprendí y nunca he conseguido escribir con más de dos o tres dedos. De aquel taller de mecanografía, donde varias máquinas sonaban al unísono, me parecía que podían salir decenas de poemas y de cuentos por hora, como una especie de fábrica de literatura. En cambio, lo que hacíamos era aprender a teclear las mismas letras con los mismos dedos. (No me sirvió de mucho.) Me gustaba asomarme a las ventanas de aquella academia y ver los árboles desde arriba, con las golondrinas ya de vuelta en el pueblo, chillando como locas por el aire de la plazuela. Había ocho árboles, creo; cuatro en cada acera, y entre árbol y árbol se intercalaban los taxis, agazapados en la sombra espesa que proporcionaban. Un día a principios de agosto nos bajamos del piso y mi padre nos montó a todos en uno de esos taxis, y nos llevó a Samil, en Vigo. No fue esa la primera vez que vi el mar, pero sí la primera vez que nos fuimos de vacaciones a la playa.