martes, 31 de diciembre de 2024

Ubú, Re-Presidente



¡Mierdra! «Cuando me desperté de la pesadilla, el Naranjito seguía ahí». Solo que ahora tenía una corona de oro y brillantes (falsos) en la cabeza y un cetro en la mano. En efecto, la victoria del Naranjito fue clara el 5 de noviembre pasado: ganó el voto popular y el voto electoral para la presidencia, y una significativa mayoría de los americanos le dio por añadidura el control tanto del Senado como de la Cámara de Representantes. Le han retirado todos los obstáculos: el tejido de checks and balances, como aquí le llaman (controles y contrapesos), se ha deshecho para él. La gente le ha dado poderes plenipotenciarios. Podrá hacer lo que le da la gana. Mis temores, expresados en las entradas anteriores de este blog, han quedado confirmados: nos esperan, como mínimo, otros cuatro años de caos y de corrupción, si es que algunos colaboradores suyos, mediante la adulación y la persuasión combinadas, no lo remedian. Pero, ¿qué colaboradores, si es que ya ha designado a los peores canallas que tenía a mano para los puestos más importantes de su gobierno? ¿Y quién le va a rechistar ahora a este fenómeno de color butano? ¿Quién se va a oponer a cualquiera de sus caprichos? Ahora mismo, el Naranjito es Dios para sus seguidores. Palabra de dios. Amén. Los mismos comemierdas del Partido Republicano que estarían haciendo cola para escupirle en la cara si hubiese perdido, ahora la hacen para besarle el trasero: las filas son cada vez más largas y arrecian los empujones a ver quién llega antes a su voluminoso culo. Las grandes fortunas de este país respiran aliviadas. El Naranjito significa menos regulaciones para ellos y menos impuestos; es decir, más yates y coches de importación, más viajes de lujo y aviones privados. Los americanos adolecen de esa extraña superstición del capitalismo: de que cuanto más ricos sean los ricos, mejor les irá a los pobres. La idolatría de la riqueza retroalimenta su credulidad en el sistema, aunque este lleva décadas fallándoles y no se den cuenta de que está trucado en su contra. Otra de las supersticiones favoritas del pueblo americano es la de creer que nada mejor que un empresario para llevar el país, porque, según ellos, un empresario de presidente es garantía de prosperidad. (Que es lo mismo que pensar que no hay nada mejor que un zorro para hacerse cargo del gallinero y de los asuntos de las gallinas). Y no hay duda de que para él y su familia sí que lo es. Andaba en estas cavilaciones esta mañana, cuando salí a pasear con mi perra por un parque de la ciudad que se llama Brickyard Park, es decir, la Alameda del Ladrillar, llamado así por una antigua fábrica de ladrillos que había en el lugar y de la que todavía se conserva la chimenea, a modo de curiosidad o extraño monumento en un país donde las cosas con más de cien años escasean. Allí me encuentro con Sharon, una profesora universitaria jubilada, quien pasea también a sus dos perros, y nos paramos a conversar un rato, mientras nuestras mascotas retozan por el prado, todavía verde pese a las temperaturas invernales. Recuerdo cuando Sharon se jubiló, hace ya casi diez años. Dio una charla de despedida ante toda la comunidad académica en la iglesia del campus, que a veces se usa también como salón de actos, para las grandes convocatorias o incluso como sala de cine, ya que permite el mayor aforo de todo el ámbito universitario. Sharon es ahora una ancianita frágil y sonriente, con grandes lentes de fina montura dorada, y un pelo liso muy coqueto, sedoso y cándido, que se termina con una voluta a la altura de la base del cuello. Aquel día nos mostró en la pantalla de cine algunas fotos de cuando se graduó de la universidad y se vino de profesora a este lugar: una muchacha de veintipocos años con una sonrisa luminosa y fresca, frente a la cola del camión de la mudanza donde se apilaban las cajas de ropa, de libros y de enseres. Sharon enseñó periodismo durante más de treinta años en esta institución. El programa desapareció poco después de su jubilación. ¿Para qué graduar a más periodistas? El periodismo se ha ido por ese desagüe de la obsolescencia que destapó la tecnología digital. Casi nadie lee ya noticias en este país. Nadie confía en los medios tradicionales. Los políticos los han desacreditado. Y ahora que el trumpismo ha hecho de las mentiras más burdas y rampantes uno de los pilares de su agenda social y política, y que sus seguidores las aplauden con fervor, mucho menos. La gente prefiere creer lo que le apetece. Como hace tiempo que no hablábamos, le pregunto qué opina de la victoria del Naranjito.  «Yo creo que los americanos nos hemos pegado un tiro en el pie», me dice ella. «Pues yo —respondo con alguna perplejidad— según algunos de los artículos que he estado leyendo estas últimas semanas, parece que debo incluirme en esa clase social y política, ahora tan denostada, que llaman “las élites educadas”. Supongo que debería alegrarme, pero por el coche que conduzco, la casa que tengo y la ropa que visto nadie pensaría que yo pertenezco a esas élites». Y pienso para mí: pero si por élites educadas se entiende haber cursado estudios superiores (por mucho que estos no sirvan para nada en el mundo en que vivimos), aceptar que los demás tienen opiniones distintas y respetar las reglas de la democracia, entonces sí declaro con orgullo pertenecer a esas élites, aunque mi vida sea una lucha permanente para llegar a fin de mes. Me fijo en Sharon y no le veo los años; me parece que sigue siendo aquella chiquilla ilusionada de las fotos de su graduación y de su mudanza cuando vino aquí a trabajar. El mismo brillo en los ojos, la misma claridad de aquella mirada juvenil, mezcla de ingenuidad, timidez y audacia a partes iguales, que parecía proclamar: «¡Vamos a cambiar el mundo!» Le digo adiós al final del paseo y ella me devuelve una sonrisa. Los animales entran con docilidad en nuestros automóviles. Me siento al volante, enciendo el motor y me quedo mirando cómo ella arranca su Jeep y se aleja del parque. Y me digo a mí mismo: «Sí; ¡íbamos a ser la hostia!» Y sin embargo…