El año se termina y la vida en los Estados Unidos de América se vuelve cada día más desagradable y fea. Sobre todo, lo último. Las enfermedades son feas: uno lidia con las debilidades y las miserias de un cuerpo que ya no responde a los tratamientos y que se desmigaja: el vómito, la diarrea, la orina, los malos olores, la debilidad, la corrupción de la carne. A pesar de la juventud de esta nación, el cuerpo social América está, en mi opinión, muy enfermo y luchando por mantenerse con vida. El cáncer se llama trumpismo y ya ha metastatizado en todo el país, con un partido, el de los conservadores, ya casi irrecuperable, y casi la mitad de los votantes del país. Como en el caso de una persona enferma, el resto del cuerpo está luchando por recuperar la salud, pero esa lucha es difícil y la recuperación incierta. Los médicos son, en esta especie de metáfora, los ficales y los jueces que están tratando de que las leyes se cumplan y de que los golpistas paguen por sus fechorías. Que nadie se confunda con esto: el trumpismo no lo ha inventado ni traído Trump. Es el trumpismo el que ha inventado a Trump y el que lo ha aupado al escenario político nacional. Ya lo he dicho muchas veces: Trump es incapaz de inventar nada. Es un tipo que carece de imaginación. El trumpismo ha estado presente desde los orígenes del nacimiento de esta nación y no desaparecerá cuando Trump deje de cansar a la infamia o cuando fallezca (después de todo, ya tiene más de 77 años y, hasta donde a mí se me alcanza, no posee del don de la inmortalidad). El trumpismo es una mezcla de ignorancia, de falta de respeto, de egoísmo y de desprecio, y tales ingredientes en dosis gigantescas. Reúne todo lo peor de este país donde lo malo, por desgracia, siempre ha sido más abundante que lo bueno. El trumpismo, que antes no tenía nombre, ha sido por fin bautizado con su más perfecta creación: Donald Trump, que es la ignorancia, la maldad y la zafiedad súper concentradas. Pero si este año ha sido malo, a pesar de la fulgurante recuperación económica llevada a cabo desde el gobierno por el Partido Demócrata, con el precio de la gasolina de nuevo en mínimos, el que viene se va a llevar el primer premio en el certamen de la fealdad: es año electoral y dentro de diez meses, en noviembre de 2024 los votantes acudirán a votar, y elegir de nuevo, como hace cuatro años, entre Trump y Biden. A la mayoría de los estadounidenses les desagrada esta repetición. También a mí. La popularidad de Biden está por los suelos, a pesar de haber sacado al país de la crisis causada por la administración anterior y haber enderezado el rumbo de la economía: el año acaba con la inflación domeñada, el precio de la energía en mínimos, y la cifra de desempleo más baja de los últimos 60 años. Además, para completar el panorama, aunque a mí este dato no me interesa para nada, las bolsas han registrado sus máximos históricos, un hecho que los conservadores consideran de manera invariable como el indicador definitivo de la buena salud de la economía estadounidense y suelen celebrar por todo lo alto cuando son ellos los que están en el gobierno, aunque ahora prefieren no decir ni pío para no darle ningún crédito a Biden. Y si ha sido malo 2023 es porque el Partido Conservador ha seguido degradándose a sí mismo y degradando la vida social y política de la nación. El trumpismo, que ya ha parasitado por completo al partido, llama al Congreso “la ciénaga”, y pide a sus representantes que la drenen de una vez. ¡Drenad la ciénaga!, dicen, pero drenar la ciénaga sólo significa una cosa: hacerse con su control y echar a los demócratas del Congreso. Los conservadores se han apresurado a imponer la prohibición del aborto en todos los estados donde gobiernan, después de la decisión del Tribunal Supremo. Ellos, que odian cualquier tipo de regulaciones y que, por ejemplo, dicen que no quieren que el gobierno se menta en sus frigoríficos, no tienen ningún inconveniente en que el gobierno se meta en los úteros de sus esposas y sus hijas. Y ha sido feo 2023 porque ha sido el año de las primaras del Partido Conservador. Ron de Santis, el reyezuelo de La Florida, partía como favorito para arrebatarle a Trump la candidatura del Partido para la presidencia del país. Cuando uno piensa que un palurdo como De Santis pueda llegar a ser el presidente de los EE. UU. se le encoge a uno el escroto, como suele decir un amigo mío. Pero cualquier cosa, piensa uno, cualquiera, es mejor que Trump. Sin embargo, este le lleva a De Santis una diferencia de 30 puntos en las preferencias de los votantes conservadores, y su campaña se ha ido desinflando, porque De Santis es una de las personas más antipáticas y faltas de carisma, en un partido en que la abundancia de gente antipática es la característica más acusada. Y ha sido muy feo 2023 porque Trump ha sido imputado en una serie de delitos y ha tenido que comparecer en los tribunales y, continuando con su estilo habitual, ha insultado a fiscales y jueces, amenazado a testigos, y señalado a sus familias y difundido las direcciones de estas para que sus secuaces los acosen y escrachen. Y si 2023 ha sido feo, feísimo, imagínense lo que nos espera en 2024. ¡Madre mía!
domingo, 31 de diciembre de 2023
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