Al final, la vida de uno no es en realidad la que uno vivió, sino la que uno haya querido o quiera contarle a la gente. (Y si no, que se lo pregunten a Georges Santos). Y si uno no la cuenta, la vida de uno será lo que otros cuenten que uno fue, si es que lo cuentan. Lo cierto es que uno apenas si sabe lo que es la vida. Menos aún lo que es la vida de uno. Uno pasa por la vida las más de las veces en "modo supervivencia" y desde esa perspectiva es difícil hacerse una idea de lo que es el existir, quiero decir, más allá de considerar el existir como ese océano embravecido e inmediato, casi metálico de lo feroz, en el que uno se las arregla como puede para seguir flotando entre las olas gigantes que levanta la tormenta del mundo. Uno quisiera tener la perspectiva de la que gozan los biógrafos profesionales, que miran el naufragio desde el cielo, sin salpicarse, asomados desde la nube remota de alguna página en blanco. Que observan con comodidad al náufrago luchando con las olas, o bien a la nave diminuta que va abriendo una estela de espuma cándida en medio del terso azul de un océano sin límites. Por otra parte, la experiencia del vivir no te da la intimidad con esa cosa, la vida, la cual se defiende, como gato panza arriba, de toda clasificación, de todo intento de definición o encasillamiento, de toda complicidad. Con esto lo que quiero decir es que no tengo ni puñetera idea de lo que es la vida, y menos aún de la que me ha tocado y me está tocando vivir a mí. Si tuviera que contarla no podría hacer un relato coherente de ella. Sólo me quedan imágenes que a lo mejor son recuerdos, pero que también pueden ser secuencias de alguna película que vi un día y luego olvidé que vi, o, en el mejor de los casos, recuerdos modificados por la acción dúplice, corruptora, de memoria o deseo. Imágenes y escenas que incluso puedan ser pura invención, sin que a veces ni siquiera uno se dé cuenta. En algunos de mis libros, he intentado contar las vidas de otras personas, especialmente las de algunos poetas franceses, españoles o hispanoamericanos. Ese ejercicio sólo me ha deparado un convencimiento: toda vida (y me refiero sobre todo a toda vida escrita, pero también a todas las otras) es una construcción literaria. O más sencillamente, una construcción. Mejor aún: un castillo de naipes en momentánea, milagrosa, y muy inconsistente, suspensión ante nuestros ojos. Una construcción de mírame y no me toques (y de no me mires por mucho tiempo que me derrumbo). Tan pronto como le demos la espalda, lo sabemos, se deshará, y el castillo, es decir, la vida, volverá a ser una baraja desparramada sobre la mesa de cualquier manera, o, en el mejor de los casos, recogida, sin orden ninguno, en un mazo asegurado con una banda elástica y guardado en un cajón. Es lo que yo llamaría "la ilusión de coherencia", una especie de efímero espejismo que permite al que cuenta una vida fingir que la vida que cuenta tiene algún sentido, o lo tuvo en su momento. Una ilusión de coherencia que lleva aparejada, como una vislumbre accesoria, una ilusión de verdad. Porque al final una vida es eso: una ilusión, un juego de espejos, una corona de vislumbres.
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