martes, 4 de abril de 2023

Igual para todos

La semana pasada hemos asistido a lo peor y a lo mejor de este país. Lo peor ha sido, claro, la nueva matanza que se produjo en una escuela primaria de Nashville, en Tennessee. Tres niños y tres adultos fueron asesinados por una tiradora que entró en la escuela pertrechada con dos de esos temibles rifles de asalto AR-15 que son el triste orgullo de este país, y que aquí cualquiera puede comprar en el híper. Por eso es el favorito de esas personas a las que un mal día se les cruzan los cables y deciden irse de este mundo llevándose por delante a unos cuantos niños. Lo mejor, en cambio, ha sido, sin duda alguna, la imputación de Donald Trump, el Naranjito, por delitos contra el Estado de Nueva York en uno de los juzgados de la Gran Manzana, lo que demuestra que el sistema judicial parece seguir regido, al menos en teoría, por el principio de que la ley es igual para todos. Todavía no se conocen los detalles (los cargos se revelarán hoy cuando el imputado se entregue a las autoridades a primera hora de la tarde), pero es un hito histórico: se trata del primer presidente que ha sido imputado por la comisión de delitos. Desde luego, Donald está rompiendo todos los registros históricos, aunque todos sus tantos se anotan de manera invariable en la columna de la Historia... de la infamia: el primer intento de golpe de estado, la primera sublevación contra el Congreso, el primer presidente en ser impugnado en dos ocasiones, el primer ex-presidente imputado por comisión de delitos… Lo que me llama la atención es el nivel de irracionalidad con que el partido conservador americano está reaccionando ante estos hechos. Uno tiende a suponer que los conservadores son gente con un grado de educación elevado y que son conservadores precisamente porque les gusta ahorrar y administrar bien el dinero y porque repudian la violencia, el despilfarro, el desorden, los malos modales, la falta de educación y, sobre todo, las mentiras y la deshonestidad. Pero, qué va, en los Estados Unidos los conservadores de hoy en día casi parecen radicales anarquistas, haciendo así honor tal vez al color del partido, que es de un rojo soviético rabioso. Vamos, como la bandera de China. De modo que ante la matanza infantil han reaccionado del modo alarmante que suelen reservar para tales ocasiones: negándose en redondo a controlar la venta de los rifles de asalto, y exigiendo, en cambio, que se pongan guardias armados a las puertas de las escuelas y que los profesores vayan con pistolas y metralletas a dar clases. Este es el nivel de desquiciamiento al que ha llegado este país. Como la pescadilla que se muerde la cola, aquí la Segunda Enmienda de la Constitución le garantiza a uno el derecho a comprar las armas que necesite para defenderse... de quienes tienen derecho a comprar armas gracias a la Segunda Enmienda. Por otro lado, la espantosa matanza de Uvalde, Tejas, de hace apenas un año (diecinueve niños muertos y dos profesoras) ha demostrado que los policías raramente son los héroes que la gente cree que son. Muy al contrario, se cagan de miedo por las patas abajo cuando se enfrentan a un tirador bien armado y dispuesto a morir matando. Por un héroe ocasional, hay diez mil policías cobardes, si no más. En esa escuela de Uvalde hubo más policías por centímetro cuadrado que en el mismísimo cuartel, pero dejaron correr una hora antes de animarse a liquidar al asaltante. En cualquier caso, estas medidas de los conservadores son muy coherentes con esa filosofía descabellada que orienta (o más bien extravía) el pensamiento político (si alguno hubiere) que rige, o que más bien desencamina, al Partido Republicano. Me refiero a esa costumbre tan americana de nombrar directores que son enemigos declarados de aquello que se supone que van a dirigir; de administradores cuya secreta labor es desmantelar aquello por lo que se supone tienen que velar. Y así se nombra, por ejemplo, como director de la Agencia de Protección del Medioambiente, a un enemigo del medioambiente o a un magnate del petróleo. O se confieren las competencias de regulación bancaria a banqueros sin escrúpulos, y las de regulación del transporte por ferrocarril a los dueños de las ferroviarias (considérese el caso del descarrilamiento en Palestine, Ohio, de un tren de la compañía Norfolk que transportaba productos químicos altamente contaminantes). No hay remedio. Los republicanos se han vuelto un grupo descontrolado de políticos descerebrados que están haciendo retroceder al país a los rincones más oscuros del siglo XIX. La involución no es ni siquiera sutil o disimulada: supresión del derecho al aborto, prohibición continuada de libros, abolición del pensamiento crítico en las aulas escolares y universitarias, eliminación de programas sociales, fomento del odio contra ciertas minorías, adopción de una especie de talibanismo cristiano como modelo político, etcétera, etcétera. ¿Y cómo han reaccionado estas lumbreras en el caso de la imputación de Donald el Naranjito? Pues muy por el estilo de todo lo anterior: que no hay ningún delito en pagar cientos de miles de dólares a dos mujeres para mantenerlas calladas sobre la conducta sexual de un candidato a la presidencia, aun si este ha mentido sobre el asunto, falsificado documentos públicos para ocultar los pagos, y aun si tales manejos están considerados fraude electoral y son por tanto un delito punible, al menos en el Estado de Nueva York. No, los delincuentes, según ellos, son el fiscal del distrito que que ha hecho la imputación y el juez que supervisa la causa. Y han salido en tromba a defender a su jefe de filas, incluso el meapilas de Pence, a quien los sublevados querían colgar de una soga siguiendo instrucciones del Naranjito; incluso el reyezuelo de La Florida, ese zote de Ron De Santis, a quien el antedicho no para de insultar a ver si así lo amilana y desiste de concurrir a la carrera por la candidatura republicana a la presidencia del país. Me pregunto qué es lo que le ven a Trump, ese producto averiado de la inercia matrimonial. Claro, quizás lo que le ven son esos 74 millones que le votan sin importar lo que diga o lo que haga. Sin ellos, Trump seguiría siendo el mismo payaso que ha sido siempre, pero un payaso sin gracia, condenado a hacer el ridículo. Esos 74 millones fijos de votos le dan a un mentacato el brillo de un virrey, y el poder de un dictador a una persona insignificante. Además, constituyen una gigantesca vaca lechera a la que seguir exprimiendo, porque sus inmensas ubres no paran de lanzar chorros de millones de dólares para financiar sus campañas electorales (y pagar los emolumentos de sus abogados defensores). Así pues, la fanfarria continúa a bombo y platillo, transformando su imputación y su presencia en el juzgado como supuesto delincuente en un anuncio publicitario. Pero llegará un momento en que el espectáculo empiece a aburrir por lo monótono, y el silencio suceda al regocijo y la pachanga de sus aduladores. Entonces se verá que la rueda de la justicia sigue girando y completando su recorrido imperturbable, con imparcialidad, firmeza y sin aspavientos. O al menos eso espero yo.